28 marzo, 2010

Presentación de 'Quién va a podar los ciruelos cuando me vaya’ de John Landry


por Rodrigo Olavarría.

Les confieso que estuve a punto de no participar de este lanzamiento, en primer lugar, porque desde el sábado apenas he tenido la capacidad de concentración que requiere preparar un texto sobre la obra de un poeta que vino de tan lejos a ver su libro editado. En segundo lugar y, este punto de vincula con el primero, porque tengo amigos en el sur de los que no he tenido noticias y algunos de los que tuve recién hoy en la mañana.

Dicho esto, creo que es importante que la actividad que nos congrega aquí no se vea afectada por una tragedia como la que estamos viviendo, sino que siga sea siendo parte de lo que justifica y redime a la humanidad. Por televisión aprendimos una importante lección: nos bastan sólo veinticuatro horas sin agua, luz y señal telefónica para ser capaces de matar a nuestro vecino. Pero, por terrible que sea esta certeza, no puedo dejar de hacer notar que cada uno de estos actos, como escribió Dante en el Purgatorio, es un correcto o un aberrante acto de amor, él escribió: “El amor es en vosotros la semilla de toda virtud y de toda acción que merece ser castigada”. Si alguien llega a tomarse la molestia de leer lo que escribimos, es nuestro privilegio y deber, recordarle de la valentía, el honor, el orgullo, el sacrificio, la compasión y la piedad que dignifican a los seres humanos. Dicho esto, puedo empezar a hablar del objeto que nos reúne.

Parto por agradecer no sólo la invitación a presentar este libro sino su misma existencia, que se debe al esfuerzo de Editorial Cuneta, una apuesta poco común en el mercado chileno donde prácticamente no se publican obras de poetas extranjeros. Partiré por mencionar algunas ideas sobre la traducción.

Germán Carrasco traduce, aunque debería decir versiona o hace covers, con amplia libertad, elige palabras y expresiones que no necesariamente son exactas traducciones de las palabras y expresiones del idioma en que los poemas fueron escritos, pero que son capaces de transmitir la naturalidad y el tono con que Landry aborda la escritura poética. Podemos encontrar un buen ejemplo de esta afirmación en el poema “Snow’s return address”, leo:

300 days since the last flake fell
ole crone hobbles across the busy street at night
clutching onto what little residues in her threadbare purse
past the bus station the grizzled cigarette smokers
scratching their lottery tickets with borrowed quarters

300 días desde que el último copo cayó
una viejuja renguea a través de la calle atestada de noche
se aferra a los pequeños residuos de su monedero deshilachado.
Al pasar la estación de bus, los cenicientos
y desharrapados fumadores de puchos
se prestan una chaucha para raspar sus boletos de lotería

Hay gente para la cual la “fidelidad” o “literalidad” es garantía de una buena traducción, pero la verdad es que una traducción es la re-creación de algo que es imposible duplicar. El traductor es como el rabino que insufla vida a un gólem, una imitación del original humano, que le puede suplantar en algún caso, pero que no puede reemplazarlo. Un ejemplo de esta recreación a manos de Germán Carrasco son los versos finales del poema “Some of us are more outnumbered than others”, donde Landry escribe:

My old clothes were always good enough
for the corner of a ham on rye.

Y que Carrasco traduce como:

a mí me basta con esta ropa de segunda:
donde se come frugal no exigen traje ni corbata.

Yo mismo, como obseso lector de poesía y traductor, no puedo concebir un libro que no sea bilingüe. Más aun si el libro fue traducido por un poeta con una obra interesante por sí misma, un autor que necesariamente hará ingresar su propio imaginario y su concepción de la poesía en la escritura que está trasvasijando. El trabajo de Germán Carrasco no es el de creación de una versión sumisa de los poemas que tenemos frente a nosotros, al contrario, ante esta posibilidad él impone expresiones más chilenas que latinoamericanas, recreando para los lectores chilenos la naturalidad del decir poético de John Landry. Como es posible apreciar en los siguientes versos:

You got the workplace blues, baby
and I empathize with you
when they’re brutal in the workplace
you got to find something else to do

Canta el blues de la pega
Y yo empatizaré contigo:
cuando te tratan con prepotencia
hay que puro virar

Carrasco no sólo chileniza el decir de Landry sino que, en ocasiones, le agrega un lirismo que en el original apenas se insinúa, como en la afortunada elección en el verso que cito continuación:

O long love spinning

Oh generoso amor centrífugo


John Landry no distingue entre su ser natural y su ser racional, él nace como una culebra empapada en un roquerío donde sus ojos deslumbrados y, todo lo que él es, se identifican con la flora y fauna de la región que lo rodea. La pregunta de todo ser humano: ¿quién me va a amar? Se convierte en: ¿quién nos va a amar a mí y a la región idéntica a mí con que soy uno?

El hablante de los poemas de John Landry es un ser cuya alma es eterna y ha encarnado en un cuerpo y en un lugar geográfico rodeado de humanidad, radios, perros tras las ventanas y la fragilidad del cuerpo que habita. Es la imagen de un observador silencioso cuya boca es una campana silente y sus orejas son las asas de una urna vacía. Alguien que cada vez que pone una página en blanco frente a sí, se enfrenta a todos los que fue, versiones de él que quisieran no conocerse.

El Orfeo que John Landry es va por su ciudad, New Bedford, como por sobre la cubierta de la nave Argos, descubriendo en ella rasgos de un pasado ballenero, de esplendor pasado hoy inscrito en la normalidad instaurada por fragmentos de siglos de historia y vidas que la poblaron, ajada arquitectura de los sueños ante la cual transitan las viudas de los pescadores muertos, como en el pasado las viudas de los balleneros, cuyos fantasmas se reúnen en los bares del puerto.

John Landry identifica el amor centrífugo de una danza al compás de la música de las esferas en RE o de la revolución única, la revolución del cambio eterno y sin descanso, la revolución del corazón que repite su mantra: “cambio, cambio, cambio” en oídos que no son los mismos cada vez que lo oyen y bocas que no son las mismas cada vez que lo pronuncian.


Santiago, 3 de Marzo, 2010.

11 marzo, 2010

Lampedusa


He handed the cigarette to her and took from her a large, clothbound book, black with a red spine. It was an accounts ledger, swollen to twice its normal thickness, like a book left out in the rain, from all the things pasted into it. When he turned to the first page, he found the words "Airplane Dream #13" written in an odd, careful hand like a scattering of spindly twigs.
- "Numbered," he said. "It's like a comic book."
- "Well, there are just so many. I'd lose track."
"Airplane Dream #13" told the story, more or less, of a dream Rosa had had about the end of the world. There were no human beings left but her, and she had found herself flying in a pink seaplane to an island inhabited by sentient lemurs. There seemed to be a lot more to it—there was a kind of graphic "sound track" constructed around images relating to Peter Tchaikovsky and his works, and of course abundant food imagery—but this was, as far as Joe could tell, the gist. The story was told entirely through collage, with pictures clipped from magazines and books. There were images from anatomy texts, an exploded musculature of the human leg, a pictorial explanation of peristalsis. She had found an old history of India, and many of the lemurs of her dream-apocalypse had the heads and calm, horizontal gazes of Hindu princes and goddesses. A seafood cookbook, rich with color photographs of boiled Crustacea and poached whole fish with jellied stares, had been thoroughly mined. Sometimes she inscribed text across the pictures, none of which made a good deal of sense to him; a few pages consisted almost entirely of her brambly writing, illuminated, as it were, with collage. There were some penciled-in drawings and diagrams, and an elaborate system of cartoonish marginalia like the creatures found loitering at the edges of pages in medieval books. Joe started to read sitting down in her desk chair, but before long, without noticing, he had risen to his feet and started pacing around the room. He stepped on a moth without noticing.
- "These must take hours," he said.
- "Hours."
- "How many have you done?"
She pointed to a painted chest at the foot of her bed. "A lot."
- "It is beautiful. Exciting."
He sat down on the bed and finished reading, and then she asked him about what he did. Joe permitted himself, for the first time in a year, to consider himself, under the pressure of her interest in him and what he did, an artist. He described the hours he had put into his covers, lavishing detail on the flanges and fins of a death-wave generator, distorting and exaggerating his perspectives with mathematic precision, dressing up Sammy and Julie and the others and taking test photographs to get his poses right, painting luscious plumes of fire that, when printed, seemed to burn the slick ink and paper of the cover itself. He told her about his experiments with a film vocabulary, his sense of the emotional moment of a panel, and of the infinitely expandable and contractible interstice of time that lay between the panels of a comic book page. Sitting on Rosa's moth-littered bed, he felt a resurgence of all the aches and inspirations of those days when his life had revolved around nothing but Art, when snow fell like the opening piano notes of the Emperor Concerto, and feeling horny reminded him of a passage from Nietzsche, and a thick red-streaked dollop of crimson paint in an otherwise uninteresting Velazquez made him hungry for a piece of rare meat.
At some point, he noticed that she was looking at him with a strange air of expectancy, or dread, and he stopped. "What is it?"
- "Lampedusa," she said.
- "What's that? Lampedusa?"
Her eyes widened as she waited, in expectancy or dread. She nodded.
- "You mean the island?"
- "Oh!" She threw her arms around his neck, and he fell backward on the bed. Moths scattered. The sateen coverlet brushed against his cheek like a moth's wing.

The Amazing Adventures of Kavalier & Clay, Michael Chabon. p.251.

02 marzo, 2010

El final, pero de verdad



Me pregunto cómo va a ser el último ser humano. O mejor dicho, cómo va a ser el último Homo Sapiens que merezca ser llamado ser humano y si es que acaso dos horas antes de morir nos dedicará un momento y pensará en todos nosotros...

En 1985, Orson Welles tenía setenta años, había filmado más de veinticinco películas, estaba casado con una hermosa mujer cuarenta años más joven que él y había bajado más de treinta kilos. Ese año aceptó ser entrevistado en un programa de televisión y responder las mismas preguntas que le hacían en cada entrevista, sobre los problemas que le trajo hacer Citizen Kane, su amistad con actrices como Marlene Dietrich, las razones de su largo exilio en Europa y su matrimonio con Rita Hayworth. Sobre esto último responde simplemente: “La mujer más dulce y tierna de mi vida”, lo importante de esta escena que debe haberse repetido en innúmeras ocasiones es que dos horas después de terminada la entrevista, Orson Welles estaba muerto.

Antes de eso, en medio de la entrevista le piden que comente cómo es tener setenta años, que cite algunos versos memorables de Shakespeare o Shaw; luego Welles hace bromas sobre la vejez, el amor y el dolor, entonces el periodista le pregunta si le parecía que el dolor era una fuente de inspiración para el trabajo artístico, él ignora la pregunta y responde algo como esto: “El dolor es muy distinto a esta edad, no es como el dolor del amor perdido o el de un proyecto o un negocio que se va al carajo, esos son dolores jóvenes, vitales. El verdadero dolor es el arrepentimiento de la vejez, el pensar en todas las veces en que uno no hizo lo correcto o directamente actuó mal.”

Al pensar en estas dos citas, naturalmente, me pensé anciano y a dos horas de ponerme el llamado “terno de madera”. Imaginé el cansancio, los dolores cotidianos con que se aprende a vivir, los amigos muertos, los amores muertos y una neblina parecida a la ebriedad instalada sobre la memoria. Tomé de inmediato conciencia de la importancia de cada acto cotidiano, recordé un fragmento de la novela No Country For Old Men de Cormac McCarthy, donde un personaje afirma que el fin de la humanidad empieza cuando se olvidan las buenas costumbres, cuando uno deja de decir gracias o saludar a su vecino, es una exageración, claro, pero McCarthy vuelve a esta idea en The Road. Esta novela está ambientada nueve años después que una especie de cataclismo destruye el mundo y provoca lo que se conoce como Invierno Nuclear, es decir, un invierno permanente en el cual nada puede crecer en la tierra ni en el mar, a consecuencia de esto mueren todos los animales salvajes, todos los peces en el mar y todas las aves en el cielo. Ante esta situación los seres humanos empiezan a alimentarse de lo que dejó la civilización que acaba de desaparecer, es decir, de alimentos enlatados y, cuando estos se acaban, directamente de otros seres humanos.

En este mundo desolado, un hombre y su hijo, un niño nacido poco después del desastre que acaba con todos los rasgos de la vida que conocemos, siguen una carretera que los lleva hacia el sur. Una y otra vez se ven enfrentados a tomar decisiones que, a los ojos del niño, determinan si todavía son “los buenos” o si pasaron a ser como aquellos capaces de hacer cualquier cosa por sobrevivir. Cada vez que esto ocurre el niño impone su voluntad de hacer el bien, de alimentar a los hambrientos aunque no se parezcan mucho a lo que reconocemos como un ser humano y se encuentren en un estado muy similar al de los cavernícolas. Para el niño estas acciones se relacionan con la idea de “llevar el fuego”, una frase que debió escuchar a su madre o su padre y que significa persistir en las prácticas que constituyen a la humanidad como tal, aunque el mundo se esté cayendo literalmente a pedazos y los seres humanos estén comiéndose los unos a los otros como animales.

Yo me pregunto cómo va a ser el último ser humano. O mejor dicho, cómo va a ser el último Homo Sapiens que merezca ser llamado ser humano y si es que acaso dos horas antes de morir nos dedicará un momento y pensará en todos nosotros, la horda innumerable de los muertos, convertidos en polvo hace rato, junto con todas nuestras religiones, nuestras tostadoras de pan, nuestras elecciones municipales, nuestros desodorantes ambientales, toda la música, toda la literatura y todo lo que alguna vez fue.

Creo que antes que el desierto les gane la guerra a las ciudades y las cubra definitivamente, antes que las guerras, la usura, la desigualdad y el hambre terminen con lo que nos hace excepcionales como especie, antes del final, vale la pena hacer lo correcto.

William Faulkner

Our tragedy today is a general and universal physical fear so long sustained by now that we can even bear it. There are no longer problems of the spirit. There is only the question: When will I be blown up? Because of this, the young man or woman writing today has forgotten the problems of the human heart in conflict with itself which alone can make good writing because only that is worth writing about, worth the agony and the sweat.

He must learn them again. He must teach himself that the basest of all things is to be afraid; and, teaching himself that, forget it forever, leaving no room in his workshop for anything but the old verities and truths of the heart, the old universal truths lacking which any story is ephemeral and doomed - love and honor and pity and pride and compassion and sacrifice. Until he does so, he labors under a curse. He writes not of love but of lust, of defeats in which nobody loses anything of value, of victories without hope and, worst of all, without pity or compassion. His griefs grieve on no universal bones, leaving no scars. He writes not of the heart but of the glands.

Until he relearns these things, he will write as though he stood among and watched the end of man. I decline to accept the end of man. It is easy enough to say that man is immortal simply because he will endure: that when the last dingdong of doom has clanged and faded from the last worthless rock hanging tideless in the last red and dying evening, that even then there will still be one more sound: that of his puny inexhaustible voice, still talking. I refuse to accept this. I believe that man will not merely endure: he will prevail. He is immortal, not because he alone among creatures has an inexhaustible voice, but because he has a soul, a spirit capable of compassion and sacrifice and endurance. The poet's, the writer's, duty is to write about these things. It is his privilege to help man endure by lifting his heart, by reminding him of the courage and honor and hope and pride and compassion and pity and sacrifice which have been the glory of his past. The poet's voice need not merely be the record of man, it can be one of the props, the pillars to help him endure and prevail.

Discurso de aceptación del premio Nobel, 10 de diciembre, 1950.

W.H. Auden

Culture, in fact, is something more than merely a relative anthropological concept. “Men are born not with equal abilities but with an equal weakness.” Culture, then, is something to be won, and difficult to retain. It is not knowledge, though knowledge is essential; it is not intellect or will, though these are the means to its attainment; it is not self-expression, though those who have it are more truly themselves: it might be defined as a power to resist a blind all-or-none reaction to the immediate stimulus, a willingness to make choices and to admit when, as will often happen, they prove wrong, an awareness, with Dante, that “man was never without love natural and love rational. The natural is always without error, but the other may err through an evil object ... love is the seed of every virtue in you and of every deed that deserves punishment.”

W.H. Auden, review of Historian and Scientist, by Gaetano Salvemini, The Nation (July 6, 1940)

01 marzo, 2010

Gravy
























No other word will do. For that's what it was. Gravy.
Gravy, these past ten years.
Alive, sober, working, loving, and
being loved by a good woman. Eleven years
ago he was told he had six months to live
at the rate he was going. And he was going
nowhere but down. So he changed his ways
somehow. He quit drinking! And the rest?
After that it was all gravy, every minute
of it, up to and including when he was told about,
well, some things that were breaking down and
building up inside his head. "Don't weep for me,"
he said to his friends. "I'm a lucky man.
I've had ten years longer than I or anyone
expected. Pure Gravy. And don't forget it."

Raymond Carver.