21 diciembre, 2014

Peter Matthiessen en The Paris Review



ENTREVISTADOR
¿Puede decirnos precisamente por qué prefiere escribir ficción?

MATTHIESSEN
Escribir no-ficción se parece a dar forma a un mueble. Puede ser elegante y muy hermosa pero jamás llegará a ser escultura. Prisionera de los hechos—o de las formas predeterminadas—no puede volar. Con la excepción de aquellos maestros que trascienden su arte—grandes artesanos del Medioevo y el Renacimiento, por ejemplo, o artistas anónimos de culturas tradicionales tan lejanas como las cavernas que albergaron artistas espontáneos e inconscientes.
Tal como el escritor de ficción, el autor de no-ficción está contando una historia y, cuando esa historia está bien construida, la ubicación de detalles y eventos no es nunca casual. Las partes no se encuentran dispuestas en una línea sino en un círculo completo, como en un collar, para detonarse las unas a las otras. Resuenan y se reviven las unas a las otras, encendiendo en el lector un efecto acumulativo. Un buen ensayo, o un buen artículo, puede y debe tener todos los atributos de un buen cuento, incluyendo el diseño y la estructura, el ritmo y la ubicación efectiva de sus partes—todos los atributos de la ficción, menos la imaginación creativa, a la cual nunca debe permitírsele amenizar los hechos.
El autor de no-ficción está entrampado con la realidad objetiva, o debería estarlo; cómo los hechos son dispuestos y presentados es donde el oficio se hace manifiesto, y puede ser deslumbrante cuando estamos ante un buen escritor. La mejor no-ficción tiene muchas, muchas virtudes, entre las cuales la simple franqueza es, quizás, la principal, aunque la fidelidad a los hechos conocidos sea su fatal limitación.
Como todo lo que uno hace con sus propias manos, escribir buena prosa de no-ficción puede ser una labor profundamente satisfactoria. Aun así, tras un día de ordenar mi investigación, mi puñado de hechos, me siento rancio y drenado, mientras que la escritura de ficción me energiza. En lo profundo de una novela, uno apenas sabe qué puede aparecer, mucho menos de dónde eso proviene. Al abandonarnos a la libre creación de algo nunca contemplado sobre la tierra, uno se siente delirante con un extraño deleite.

*** 

INTERVIEWER
Can you say precisely why you prefer writing fiction?

MATTHIESSEN
Nonfiction at its best is like fashioning a cabinet. It can be elegant and very beautiful but it can never be sculpture. Captive to facts—or predetermined forms—it cannot fly. Excepting those masters who transcend their craft—great medieval and Renaissance artisans, for example, or nameless artisans of traditional cultures as far back as the caves who were also spontaneous unselfconscious artists.
As in fiction, the nonfiction writer is telling a story, and when that story is well-made, the placement of details and events is never random. The parts are not strung out in a line but come around full circle, like a necklace, to set off the others. They resonate, rekindle one another, stirring the reader with a cumulative effect. A good essay or article can and should have all the attributes of a good short story, including structure and design, pacing and effective placement of its parts—almost all the attributes of fiction except the creative imagination, which can never be permitted to enliven fact. The writer of nonfiction is stuck with objective reality, or should be; how his facts are arranged and presented is where his craft appears, and it can be dazzling when the writer is a good one. The best nonfiction has many, many virtues, among which simple truthfulness is perhaps foremost, yet its fidelity to the known facts is its fatal constraint.
Like anything that one makes well with one’s own hands, writing good nonfiction prose can be profoundly satisfying. Yet after a day of arranging my research, my set of facts, I feel stale and drained, whereas I am energized by fiction. Deep in a novel, one scarcely knows what may surface next, let alone where it comes from. In abandoning oneself to the free creation of something never beheld on earth, one feels almost delirious with a strange joy.

 

10 diciembre, 2014

Sam Cooke



Hay una anécdota, probablemente apócrifa, sobre Sam Cooke. Esta dice que para separarse de los Soul Stirrers, la banda góspel de adoración que le dio cabida y lo hizo famoso, cometió un acto de vanidad que ralla en lo sacrílego. La cosa fue así, justo antes de salir al escenario Sam habría guardado un espejo de bolsillo en su chaqueta, luego habría salido junto a los Stirrers al escenario y cantado las canciones que los devotos de Sam y Jesucristo querían escuchar, Jesus Wash Away My Troubles, Jesus, I'll Never Forget, Nearer To Thee, Must Jesus Bear The Cross Alone o He's My Friend Until The End. Cuando llegó el momento de cantar Wonderful, cuya letra dice: “Wonderful, the Lord is so wonderful…”, al sonar los primeros acordes Sam sacó el espejo de su bolsillo, se miró en él y empezó a arreglar su cabello para luego cantar, mirándose en el espejo: “Wonderful, He is so wonderful…”. Esto sellaría su despido de los Soul Stirrers e iniciaría una carrera solista que acabaría el 11 de diciembre del 1964 cuando fue asesinado con un tiro directo al corazón. Tenía 33 años, han pasado 50 años desde su muerte y yo me he construido una iglesia y toda una fe para celebrar su voz.

11 septiembre, 2014

El Anfítrite y las mujeres de Valparaíso.

Una canción que habla de una fragata inglesa que tras pasar trabajosamente el Cabo de Hornos, llega a Valparaíso, donde se encuentran con las bellas y alegres mujeres del puerto y la costa de Chile. La canción fue recogida por Ann Gilchrist en 1907 en Lancashire. 

   

La galante fragata, Anfítrite, yacía en la bahía de Plymouth,
Peter azulado, en el palo mayor, señala que navegamos mar adentro:
Estábamos esperando órdenes que nos enviaran lejos de casa;
Nuestra orden fue: Vengan a Río y luego, alrededor del Cabo de Hornos.

Cuando llegamos a Río nos preparamos para fuertes ventoleras;
Nos esforzamos en las jarcias, mis muchachos, en las nuevas velas.
De barco en barco nos alentaban así como avanzábamos,
Y nos deseaban buen clima cuando pasáramos el Cabo de Hornos.

Al pasar el Estrecho de Magallanes el viento soplaba excesivo;
Mientras acortábamos las velas, dos muchachos cayeron de las gavias.
El mar furioso arrancó de sus pobres manos las cuerdas que les arrojamos,
Nos vimos forzados a dejarlos a los tiburones que rondan el Cabo de Hornos.

Cuando dimos la vuelta al Cabo, mis muchachos, tuvimos días gloriosos
y muy pronto echamos ancla en la bahía de Valparaíso.
Las lindas muchachas llegaban en rebaños; declaro solemnemente
que están muy por encima que las de Plymouth, con su cabello largo y rizado.

Porque aman a un marinero alegre cuando se dispone a gastar su dinero,
se ríen, cantan, se ponen muy muy contentas y disfrutan de la buena juerga.
Y cuando se te acaba todo el dinero no se ponen cargantes,
no son como las chicas de Plymouth que empeñan o venden tu ropa.

Así que adiós a Valparaíso y adiós, por un rato,
también a las lindas chicas españolas en la costa de Chile;
si llego a viejo y a retirarme, me sentaré y cantaré estas canción:
"Dios bendiga a las lindas chicas españolas más allá del Cabo de Hornos."

(Bahía de Valparaíso, 1863.)

The gallant frigate, Amphitrite, she lay in Plymouth Sound,
Blue Peter at the foremast head for we were outward bound;
We was waiting there for orders to send us far from home;
Our orders they come for Rio, and thence around Cape Horn.

When we arrived in Rio we prepared for heavy gales;
We bent on all the rigging, me boys, bent on all new sails.
From ship to ship they cheered us as we did sail along,
And they wished us pleasant weather in the rounding of Cape Horn.

In beating off Magellan Strait it blew exceeding hard;
Whilst shortening sail two gallant tars they fell from the topsail yard.
By angry seas the ropes we threw from their poor hands was torn
We were forced to leave them to the sharks that prowl around Cape Horn.

Now when we got round the Horn, my boys, we had some glorious days
And very soon our killick dropped in Valparaiso Bay.
Them pretty girls came down in flocks; I solemnly declare
That they are far before the Plymouth girls with their long and curling hair.

Because they love a jolly sailor when he spends his money free,
They'll laugh, they sing, they merry, merry be, they enjoy a jovial spree.
And when your money it is all gone they won't on you impose,
They are not like them Plymouth girls that'll pawn and sell your clothes.

So it's farewell to Valparaiso and farewell for a while,
Likewise to all them pretty Spanish girls all along the coast of Chile;
If ever l live to be paid off l'll sit and I'll sing this song:
“God bless them pretty Spanish girls we left around Cape Horn.”


20 agosto, 2014

Carta IV de César Moro.



Yo puedo pronunciar tu nombre hasta perder el conocimiento, hasta olvidarme de mí mismo; hasta salir enloquecido y destrozado, lleno de sangre y ciego a perderme en las suposiciones y en las alucinaciones más torturantes. Todo me persigue con tu nombre. Tu imagen aparece a cada instante debajo de todas las imágenes, de todas las representaciones.
Nada puede hacerme sufrir más que el espectáculo del amor. Yo solo, frente al mundo, fuera del mundo, en el mundo intermedio de la nostalgia fúnebre, de las aguas maternas, del gran claustro, del paraíso perdido; frente a ti lejos, tan lejos que ya nada puede salvarme, ni la muerte.
Me has arrojado por debajo de mí mismo: las palabras se van acumulando; hay palabras de las que ya no se vuelve, que se abre una brecha por la que se introducen el veneno y la tristeza de muerte; la desolación total, la soledad, el abandono definitivo.
Encerrado dentro de mí, solo con el recuerdo que me persigue noche y día sin reposo. Ya no puedo acordarme de cuando sonreías, ahora apareces alejándote y con una mirada que yo no hubiera querido conocer. Ya sé todo lo que nunca hubiera querido saber, lo que algunos hombres conocen solamente pocos instantes antes de su muerte. Y debo seguir viviendo sin esperanza, sin estímulo sin ese pequeño espacio de refugio, de descanso que todos necesitamos. Quizás más que nadie tenía necesidad yo de una tabla de salvación, de una última apariencia engañosa de la vida para seguir adelante, para salvarme de mí mismo y de la conciencia que del mundo y de la vida he tenido desde que pude darme cuenta de la vida.
Ahora, dónde ir, dónde volver la cara, a quién contar lo que puede sufrir un ser humano que a veces desconozco y que siento como un extranjero enloquecido dentro de una casa vacía. Qué puede reservarme la vida sino la repetición constante de un solo instante, del más amargo de los instantes. Cada nuevo día que viene no hace sino traerme la misma desesperación; mi primer pensamiento, al despertar, eres tú; el último, al dormir, eres tú. Y mi sueño no es sino una angustiosa búsqueda de ti. Sueño que te vas, que me abandonas, como si pudiera abandonarse algo que nunca se ha aceptado. Porque tú nunca me has aceptado, nunca has querido saber nada de mí. Apenas llegaste, ya no pude ver nada, salí despavorido tras de ti y así he continuado.
Ojalá fuera verdad el mito del alma que se vende al diablo. Ya la hubiera yo vendido por toda una eternidad para estar más cerca de ti, para tener la seguridad de verte siempre. Lo que me aterroriza de la muerte es saber que entonces no podré pensar en ti, que ya no vendrá tu recuerdo a torturarme; que mi ternura, mi pobre ternura rechazada no podrá envolverte en una mirada, en un anhelo infinito.
El cielo es azul, la vida es hermosa, el aire se vuelve respirable porque existes. Yo sé que la vida es hermosa aunque no la recuerdo, sé que el cielo es azul aunque no lo miro nunca, sé que puede ser más azul que nunca cuando tú sonríes. Tu sonrisa es lo más bello y humano que yo conozca. Cuando sonríes parece que todas las montañas del mundo tuvieran sol y árboles y que viniesen a tu encuentro a besar las huellas de tus pasos; parece que la noche se hubiera acabado para siempre y que ya solo la luz y el amor y una inocencia cósmica reinaran sobre el universo, donde los planetas y los astros no pueden compararse a ti sino como reflejos o emanaciones de tu presencia en el mundo. Ya que en tu poder está volver sombrío el día y hacer clara la noche y desencadenar lluvias tempestuosas y hacer gemir los elementos, ¿por qué no quieres transformarme en un pedazo de tu sombra, o en tu aliento o simplemente en una partícula de tu pensamiento? Si no quieres salvarme condéname a una muerte fulminante, condéname a la desaparición total, pero que no siga esta larga angustia, ese temor de cada día, de cada hora. Haz que vuelva al origen de mi vida, a la nada, y no vuelvas a crearme ni a traerme nuevamente a la vida ni siquiera bajo la forma de una piedra; aun así tendría la nostalgia insaciable de ti, la memoria de tu recuerdo. Dispérsame en el aire o en el fuego o en el agua o mejor en la nada, fuera del mundo.
Sólo pido a la vida que nunca me deje un momento de reposo, que mientras haya un soplo de vida en mí, me torture y me enloquezca tu recuerdo, que cada día se me haga más odiosa tu ausencia y que por una fuerza incontenible me llegue a encerrar en una soledad que no esté habitada sino por tu presencia. Ya no sé quién soy ni quién fui antes de conocerte. ¿Acaso yo existía antes de conocerte? No, no era sino el reflejo de la luz que iba llegando, de tu presencia que se acercaba. Persígueme, tortúrame, maldíceme, pero no me abandones a mi propia desesperación. Trata de comprender los sentimientos de un ser mortal que te venera, que siente un ansia irracional de confundirse contigo, que no conoce de la vida otra cosa que lo que tú le has enseñado; que sabe que el día es un largo período de siglos que parecen un instante cuando tu presencia se manifiesta; el resto del tiempo es noche. Manifiéstate a mí bajo tu apariencia humana; no tomes el aspecto de sol o de la lluvia para venir a verme; a veces me es difícil reconocerte en el rumor del viento o cuando en mis sueños adquieres el aspecto demasiado violento de una enorme piedra de basalto que rueda por el espacio infinito sin detenerse y me arrastra a la desolación de las playas muertas que la planta del hombre no había hollado aún; playas todas negras en que una montaña que ocupa todo el horizonte sostiene una reproducción del tamaño del cielo de tu cabeza tal como yo la conozco, tu cabeza rodeada de centellas y que despide un fuego tan terrible que a veces se propaga hasta las nubes e incendia el mundo. Pero basta el movimiento imperceptible de uno solo de tus músculos, el más pequeño para que todo vuelva a ser como nosotros creíamos que era, antes de que tu presencia se manifestara al mundo y antes de que yo fuera el primero y el último de tus adeptos, oh espíritu nocturno.
Abrásame en tus llamas poderoso demonio; consúmeme en tu aliento de tromba marina, poderoso Pegaso celeste, gran caballo apocalíptico de patas de lluvia, de cabeza de meteoro, de vientre de sol y luna, de ojos de montañas de la luna. Gran vendaval, dispérsame en la lluvia y en la ausencia celeste, dispérsame en el huracán de celajes que arremolina tu paso de centella por la avenida de los dioses donde termina la Vía Láctea que nace de tu pene.

24 marzo, 2014

Rosamel del Valle, Diario de Nueva York

Especial para Revista Atenea, marzo de 1950.

Julio 15
Desde temprano, una idea de volver al Metropolitan Museum of Art. Un deseo de estar delante de ciertas obras, por ejemplo, de los italianos del siglo XII hasta algunos del XV y del XVI. Un Fra Angelico, un Gentile da Fabriano, un Botticelli, un Piero della Francesca, un Pisanello, un Uccello un Andrea del Sarto. Todos nombres no muy grandes. Todos menos brillantes que los Felipino Lippi, Bellini, Verrocchio, da Vinci, Tiziiano, Rafael, Miguel Ángel. Nueva York aturde, principalmente ahora que es verano y que las multitudes pasan más afiebradas que nunca, como guiadas Por una estrella invisible, pero por una estrella que lleva hacia vértigos que yo perdí durante mi ausencia. En un tiempo tuve en el alma este soplo febril, este entrar y salir de una nada poblada de cosas inverosímiles, ahora es distinto. Me parece que he vuelto a una tierra que conocí en sueños alguna vez y en la que habité como sonámbulo. Hay algunos recuerdos, algunas alegrías, algunas cosas cuya resonancia me despierta. Como hoy, a propósito de esta idea inquietante, de este deseo que ahora mismo no puedo realizar porque, muy adentro de mí, hay un pequeño demonio que me aconseja sufrir esta idea, gozar de este deseo postergándolo para mañana, para otro día, para quizás qué hora en que, a lo mejor, mi pensamiento esté, como sucede a menudo, preocupado de cosas menos felices.

Julio 17 
Reencuentro con una antigua amiga sudamericana, Muy bella, muy exteriormente propensa a la buena charla, al equilibrio imperceptible que da esplendor a las palabras cuando éstas vienen seguidas de ideas. El mundo gira demasiado de prisa, parece. Las cosas se confunden de manera lamentable y hay también una profunda inquietud, o más bien, una perturbación permanente en el acto de vivir y de comportarse en las menores cosas. Se podría decir que hoy las personas son menos vagas en sus ideas, en sus apreciaciones, en sus preferencias y que cada cual ha logrado, al fin, hallar el camino personal, la expresión libre del drama que todo el mundo lleva adentro. Pero hay un rayo que apenas se ve, una pasión que florece como un tulipán envenenado. Y lo digo a propósito. Porque este reencuentro con mi antigua amiga sudamericana hubiera sido mejor que no se hubiese realizado. Ella se ha alejado mucho de la tierra y no oculta que sobre el mundo ha caído tal lluvia de lodo que el ser humano y las cosas han perdido enteramente su brillo, aun el más oculto. “Desesperación”, le he dicho. “Conocimiento”, me ha respondido. Lo terrible para mi es que estoy seguro de que esto último ha andado siempre muy lejos de su reino. 

Julio 18 
A veces siento el deseo de detenerme de pronto en plena calle y detener, a la vez, a alguien, para saber cuál es la reacción que produce un hecho así. No se me hubiera ocurrido jamás un hecho semejante en una ciudad pequeña, donde los transeúntes pudieran ser contados de mil en mil. Pero aquí, entre esta multitud, entre estos millones de seres que pasan como flotando a mi lado, cualquiera idea de esta especie es imposible. La verdad que no es acertado decir que a grandes multitudes, grandes pensamientos. Pero sí se puede creer que a grandes multitudes, un sólo pensamiento. Y si no es el de vivir, casi no valdría la pena intentar realizar lo que a veces suele ocurrírseme. Un encuentro así, con alguien. Con alguien cuyo asombro no sería solo la idea de que me acercaba a él nada más que con la intención manifiesta de sorprenderlo en su profunda ansiedad de vivir. Porque nadie aquí parece querer negocios con la muerte. “Una multitud que no piensa en nada”, como dijo erróneamente mi amiga el otro día. 

Julio 20 
Observo con placer que aquí no existe la envidia. Durante muchos años he vivido entre personas que desprecian o envidian. Un lamentable equilibrio. A menudo oí decir a muchos “todo el sueño de mi vida es llegar a tener una casa como esa. Tendría que enlodarme para conseguirla…”. Y me indicaba una casa casi siempre demasiado modesta para ser comparada con un sueño. Imagino el estupor si alguien me dijera aquí, mostrándome un rascacielos: “Si no llego a tener algo como esto, prefiero no seguir luchando y morir…”. Un sueño incómodo, pero de mucho orgullo, que parece ser lo esencial. Ahora, solamente ahora, comprendo por qué el rico norteamericano hace las cosas en grande. Es para que nadie se las pueda envidiar. Otro gran estupor sería el de oír decir a los predicadores de cualquier idea o cualquier religión. “La envidia no ha sido nunca una gran idea”. 

Julio 22 
Ayer conocía al pintor André Racz. Rumano de nacimiento, hoy ciudadano norteamericano, me parece. Vi antes sus exposiciones aquí, hace un año. Lo seguí a través de los museos, lo sentí a través de las buenas revistas de arte moderno norteamericanas. Lo reencontré en su envío a Chile del año 1948. Y cada vez donde corre un extraño viento bíblico y donde parece surgir al desnudo una humanidad devorada, tanto por lo que lleva en el cuerpo como por lo que pesa “como idea” en el hueco profundo donde se acumula lo secreto de la existencia. Muchas veces pensé en cómo podría explicarme yo esa especie de sonrisa en el sufrimiento que vi siempre, por ejemplo, en sus Cristos o en los rostros de hombres cuyo tránsito terrestre es también una especie de calvario. Ayer lo comprendí. Por todas las telas por donde pasa la mano de Racz, es su propio retrato y su propia sonrisa lo que se queda allí vibrando y diciendo claramente que el arista debe quedar también como un elemento más de lo que crea. En otros puede ser solamente el don, la originalidad, la expresión hallada, el estilo. En Racz es, además, su rostro tan transparentemente expresivo en los “cimientos” de su barba que a menudo me recuerda las figuras bíblicas de los bizantinos rumanos. Por supuesto, estos detalles demasiado personales no entran sino en la órbita de la sorpresa o de la emoción que se siente al encontrarse de pronto con quien uno ha seguido a través de sus obras, ya se trate de un artista o de cualquier otro creador tocado con el don de las experiencias profundas. Pero, en verdad, me regocija pensar en que esa especie de unidad entre el hombre y su propia figura humana (que yo había presentido al través de la pintura y de los grabados de André Racz) era ya algo más que una evidencia. Se lo he dicho, explicándome a duras penas, y hemos sonreído juntos como si se tratara de una cosa que ambos conocíamos ya muy bien. 

Julio 23 
Esta tarde, en la librería Gotham, de la calle 47, enredé algunas palabras con una joven norteamericana que revolvía los libros con avidez. Digo enredé porque ella y yo hablamos de ciertas obras, de ciertos autores, de ciertas preferencias y porque lo único que recuerdo bien es la sorpresa—me lo dijo—con que me oía hablar con algún conocimiento de los autores norteamericanos actuales y del pasado. El resto, para mí, no es sino esa agitación y esa avidez con que revolvía libros hablando, a la vez, sobre cada uno de ellos. Y el tiempo que me pareció perder observando sus profundos ojos azules que no miraban hacia ninguna parte, porque, ciertamente, brillaban demasiado hacia adentro. Algunas palabras en ese sentido me hubieran regocijado. Pero quizás si la aureola de ese sueño vivo se hubiera deshecho a causa de mi falta de discreción o por lo que ella pudiera haber dicho como saliéndose un poco de sí misma. 

Julio 25 
Ayer pase gran parte de la tarde en el Central Park. Es decir, como hace un año, volví a tenderme en el césped, a perderme entre los boscajes, a monologar con las ardillas, ahora no tan radiantes porque están en la estación del año en que pierden el pelaje, y lo poco que las cubre las hace casi transparentes y como mimetizadas con las hierbas o con las ramas a ras de tierra de los cerezos o de los magnolios. Nunca me pareció más grandiosa la vista de los rascacielos y de las torres de los edificios menores desde allí, donde por arte de magia se reúnen para levantarse como si estuvieran en el centro mismo del parque. Pero de pronto me sentí fatigado al contacto de tanto prodigo y opté por perderme definitivamente al través de los pequeños bosques y de las pequeñas colinas floridas. Y luego, en lo más enmarañado de un rincón solitario, tuve la grata sorpresa de encontrarme con la estatua de Schiller, perdida, como un sol de otro mundo entre las ramas. Mi único pensamiento fue entonces el de que, en verdad, la poesía no vive sino en lo oculto. Es decir, en lo que menos se ve. 

Julio 27
La noche es terriblemente calurosa y la lluvia canta con furia sobre la ciudad. He pensado en Omar Kayam y en su “un libro, una mujer y un vaso de vino...”. Por ahora, el libro es Gold Coast Custums, de Edith Sitwell; la mujer es la apenas perceptible Thérèse con su bosque de sueños sobre el pecho mientras duerme; y el vaso es de buen vino de Chile, que me trae los fuegos lejanos junto a los cuales, durante tantos años, me senté, de noche a edificar la endeble casa de mi destino. Mientras tanto, la lluvia insiste en repetir algo que ahora no es lo que se suele escapar de la poesía de Edith Sitwell, a quien me hubiera gustado conocer de cerca a su breve paso por Nueva York. 

Julio 30
Un día verdaderamente libre para mí. Un día en que el mundo tiene otro aire y otro color, porque arde invitando a regocijarse. He ido, entonces, a una de las playas del sur de Brooklyn. Hubiera sido preferible la de John Beach, pero reina la multitud adinerada, o la intrusa, con lo cual el mar adquiere otro sentido. En cambio, el bello Brooklyn acoge con arenas acariciadoras y gentes que no lucen sino el cuerpo y la avidez de vivir por algunas horas fuera del endemoniado ritmo de la ciudad. Si, otra vez junto a la voz del mar. Junto a lo que escribe de manera tan temporal y a la vez tan eterna en sus embestidas hacia la playa. A lo lejos se levanta, lo sé bien aquello que cada uno de nosotros lleva en permanente alarma y que no es sino la lámpara que nos sacude a ciertas horas para recordarnos que el acto de vivir es, sobre todo, un acto profundamente responsable. El problema está en la elección de esta responsabilidad.

18 marzo, 2014

Fragmento de: "El emperador de occidente" de Pierre Michon.



Rió brevemente. Me pareció que la mano estropeada, la mano cansada, la que había vivido un poco más que la otra, repelía algo en la oscuridad, palabras que no diría, todos los bosques de Lucania rememorados, irreconocibles, un rey que tiene estertores y por última vez sonríe a su amigo, pero tal vez son delirios y lo confunde con alguien más. Bebíamos cada vez más rápido, sin saciarnos. Como del impluvio, donde se repetían las estrellas, como del cuadrado de tinieblas arriba, donde aquéllas no brillaban mejor... Pero no, de esa vieja boca apagada en la noche, la voz recomenzó: “Ya estaba muerto. Todo el mundo conoce el resto. Se sabe lo que quiso y lo que se hizo. Un río corría allí, espeso, oscuro, en las profundidades de los bosques caídos, el Busentino: tres días toda Escitia desconsolada, furibunda, con palas, espadas, los escudos repletos, excavó un canal paralelo al río, entre nubes de mosquitos; todo aquel ejército de lodo, de lenguas mezcladas, se hundió hasta los muslos, en sus cascos cornudos con gran esfuerzo transportó tierra muerta, derribó robles como lo había hecho con las columnas en los templos, e igual que derribando templos, cantó salmos para un gran cadáver que esperaba, de cara al cielo; aquel ejército para el que nada sostenido volvería a cantar, pero que quizás cumplía, definitiva, su más alta hazaña militar. Y cuando toda el agua se fue mascullando tragada por el canal, cuando el lecho puro del río estuvo seco, en ese fango en el que morían carpas, donde raíces espectrales eran por primera y última vez sorprendidas por el día, toda Escitia bajó adentro, chapoteando, gimiente y patética como las legiones de Germania resucitadas que regresaran a sus turberas, toda Escitia cavó además un gran agujero, arrojó en él los trofeos arrebatados a Roma, los dioses y los pequeños objetos familiares apreciados por los sabinos, Cartago y los griegos, el labarum bajo el que marchaba Constantino, siete siglos de victoria, y encima arrojó por último, como un saco de oro y pelliza, al rey, que se hundió lentamente entre grandes remolinos y, vientre al aire, desapareció de repente bajo las carpas. Entonces, con salmos acrecentados como para el asalto final, con grandes golpes de espada o con las manos llenas, Escitia, exultante, rompió los diques del canal y toda el agua del mundo, tumultuosa, sorda, pasó con toda naturalidad sobre el cuerpo de un príncipe escita sin importancia que había marchado en Roma delante de los cesares. Sobre aquella ribera yo canté, por última vez”. Escuché entonces algo sorprendente: una voz decrépita, quejumbrosa, una voz muy vieja se puso a cantar bajo, como mascullan los ancianos. Ninguna lira lo acompañaba. Era griego; reconocí, interrogando al Erebo, que no es más oscuro que el Busentino pero corre sobre más reyes, a Ulises dialogando con los grandes cadáveres locuaces, cuando degüella corderos para su viejo apetito y, atraídos, ellos se acercan, golosos como ancianos, chochos como ancianos, para lamer la sangre negra y narrar su vi da. Había recitado con seguridad estas estrofas paganas en Lucania, para la ausencia de un rey cristiano que ya no existía, que se arrojaba a un río y se adueñaba oscuramente del universo, que no tenía más tumba que el mismo Dios Padre. Me pareció —pero yo también había bebido mucho, estaba confundido y qué importa, puesto que aquella voz nocturna era más precisa que cualquier voz—, me pareció que cantaba desafinado. Llegó a los versos en los que Agamenón, el coloso, aquél del que es indiferente que sepamos si una cancioneta lo llamó a Troya, puesto que él es hoy la canción misma, la sombra colosal, trémula, aparece, se sacia de golosina oscura y sólo después se pone a llorar, preguntando por su hijo, y Ulises responde: «Atrida, ¿por qué me interrogas? No puedo saber si está muerto o vivo. De nada sirve decir lo que el viento se lleva». Su voz se cortó. Había cantado para mí como para un rey sumergido. Lloraba en silenció. Quise reconfortarlo, abrazarlo. Le serví un vaso de vino, torpemente se lo tendí en las tinieblas; sus dedos tocaron los míos cuando lo tomó; temblaba; bebió ruidosamente, como los ancianos, como los muertos.

13 enero, 2014

W.G. Sebald visita la capilla Scrovegni de Padua.



Estuve entretenido con mis apuntes durante la primera mitad de la mañana, sentado junto a los fondamenta de Santa Lucía. El lápiz se deslizaba fácilmente sobre el papel y de vez en cuando cacareaba un gallo que estaba encerrado en una jaula en el balcón de una casa situada al otro lado del canal. Cuando volví a levantar la vista de mi trabajo, todas las sombras de los durmientes de la plaza de la Ferrovia habían desaparecido o se habían disipado, y el tráfico matinal había dado ya comienzo. De repente, por delante de mí pasó una barca cargada con montañas de basura, a lo largo de cuyo borde corría una rata grande que se arrojó de cabeza al agua. No sé si fue esta escena lo que me hizo tomar la decisión de no quedarme en Venecia, sino seguir a Padua sin mayor demora y una vez allí ir a ver la capilla de Enrico Scrovegni, de la que hasta entonces no conocía más que una mera descripción que trata de la fuerza íntegra que ostentaban los colores de los frescos del pintor Giotto, y de la determinación aún reciente que impera en cada paso, en cada facción del rostro, de las figuras que aparecen proscritas en ellos. Cuando, recién llegado del calor de fuera que aquel día ya pesaba sobre la ciudad a horas tempranas de la mañana, estuve en el interior de la capilla delante de las pinturas murales que se extendían en cuatro hileras desde la cornisa hasta el borde del suelo, lo que más me sorprendió fue el lamento silencioso que elevan los ángeles, suspendidos, desde hace casi setecientos años, sobre la desgracia infinita. En el silencio de la sala se podía escuchar este lamento como si de un estampido se tratase. Los mismos ángeles, en su dolor, habían contraído tanto las cejas, que parecían unir los dos ojos. ¿Y acaso no son y con diferencia, pensaba, las alas blancas con los escasos vestigios verde claro de tierra de Verona lo más maravilloso de todo cuanto hayamos podido imaginarnos jamas? Gli angeli visitano la scena della disgrazia. Con estas palabras en mente, a través de un tráfico estrepitoso regresé a la estación, que no quedaba lejos de la capilla, para coger el próximo tren que saliera hacia Verona, donde esperaba poder averiguar algo que guardase relación tanto con mi propia estancia en esta ciudad, interrumpida hacía siete años de una forma tan brusca como con aquel mediodía inconsolable que el doctor Kafka, según cuenta el mismo, pasó en septiembre de 1913 de camino de Venecia al lago Garda de Verona. Cuando, apenas transcurrida una hora de un viaje abundante en corrientes de aire —el paisaje resplandecía en el interior con las ventanas abiertas—, en el marco de mi campo visual ya se estaba aproximando la Porta Nuova y divisé la ciudad enclavada delante el semicírculo de las montanas, me vi en la imposibilidad de apearme del tren.

W.G. Sebald. Vértigo.

10 enero, 2014

Pablo de Rokha sobre Bolivia.



“LA NACIÓN DEL CANSANCIO Y LA RESPIRACIÓN TAQUICARDIACA…”

Pablo de Rokha, el atrabiliario y vital escritor chileno, visitó por entonces Bolivia, ganado por su amistad hacia los jefes del PIR y su recelo, mezclado de curiosidad, por la obra del MNR y Villarroel. Acababa de sr colgado por la multitud enardecida, el presidente que había intentado cambiar las reglas del juego político, dando, a cada cual, lo que correspondí, pero en lo más profundo, nada había cambiado todavía. Escribe de Rokha en su colorido estilo (Interpretación dialéctica de América): "La economía de Bolivia es precaria y arcaica. El boliviano es minero-industrial, agricultor-consumidor o especulador “ponguero” burócrata o intermediario; cuando es minero industrial ya no es boliviano, es rosquero internacional, cuando es minero pobre es un poeta de la industria minera, raído y descapitalizado, con las costillas a flor del chaleco; cuando es agricultor-consumidor es indio o cholo y anda a pata pelada, cuando es agricultor especulador-ponguero es Señor de Horca y Cuchillo de la gleba horrenda, dueño del “pongo” y rey de su familia, amo del campo, tanto como lo fueron, en los viejos imperios, los Emperadores, es un esclavo del gran capital imperialista y es el “caballero-distinguido” que, latifundista quebrado y descapitalizado, arruina a América cuando es burócrata, está piojoso de escribir versos; y cuando es intermediario está en todos los gobiernos y procura echar abajo a todos los gobiernos, a fin de pescar a río revuelto…”

Rica, despoblada, vieja e infinitamente angustiosa, infinitamente polvorosa de milenios, Bolivia da tonalidad arcaica a la tragedia americana. Por entre sus grandes ruinas y vestigios, los antepasados sollozan. Es un país con la cabeza vuelta, terriblemente, al pretérito, y con el corazón entre dos espadas: la sierra helada y antiquísima y los trópicos envenenados por un sol asesino y estupendo. Nunca a una música la encontré un olor a raíz de mundo y a antigüedad infinita como a la boliviana. Mi país es volcánico, mi país es dramático e insular, pero la aventura de la existencia está condicionada por la médula india, heroica pero remota y apolillada en la entraña heroica, pero terrosa de eternidad, en los subsuelos, lo que es terrible, porque el hombre entonces, al asomar la cabeza al filo del mundo, llega con los huesos cansados. Es pues Bolivia, la nación del cansancio y la respiración taquicardiaca. Solo la salvará la voluntad y la organización soberbia en un plano de ancho volumen y un gran programa histórico. Uno se pregunta por qué los niños de Bolivia no nacen con el pelo blanco de canas… ¿Es la desgracia histórica? no; es la falencia histórica porque Bolivia parece que se hubiera detenido, a la orilla de los acontecimientos a mirar pasar la vida.”


Pablo de Rokha, “Interpretación dialéctica de América: los cinco estilos del Pacífico: Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia”. Buenos Aires: Claridad, 1947. 367 p.; 23 cm.

07 enero, 2014

Lou Reed recuerda a Delmore Schwartz



OH DELMORE CUÁNTO TE EXTRAÑO

Oh Delmore cuánto te extraño. Me inspiraste a escribir. Fuiste el hombre más grande que conocí. Podías capturar las emociones más profundas con el lenguaje más simple. Tus títulos eran suficientes como para despertar la musa de fuego en mi cuello. Eras un genio. Condenado.
Las locas historias. Oh Delmore yo era tan joven. Creía tanto. Nos reuníamos a tu alrededor mientras leías Finnegans Wake. Tan divertido pero impenetrable sin ti. Dijiste que habían pocas cosas en la vida mejores que dedicarse a Joyce. Habías anotado cada palabra de las novelas que te guardaste de la biblioteca. Cada palabra.
Y dijiste que estabas escribiendo “La maleta de cerdo”. Oh Delmore nunca existió tal cosa. Buscaron, después que tú último delirio te condujo a un ataque al corazón en el Hotel Dixie. Nadie reconoció tu cuerpo en tres días. Tú—uno de los más grandes escritores de nuestra era. No había tal maleta.
Llevabas la carta de T.S. Eliot junto a tu corazón. Sus elogios a En Sueños. Ojala hubieras podido detener ese matrimonio. ¡¡¡Nada bueno saldrá de esto!!! Tenías razón. Nos rogabas—Por favor no dejen que me entierren al lado de mi madre. Hagan una fiesta para celebrar mi mudanza de este mundo a uno ojala mejor. Y tú Lou—te juro—y tú sabías que si alguien podía yo podía—tú Lou nunca debes escribir por dinero o voy a venir a penarte.
Le había mostrado un relato breve. Él me dio una B. Me sentí herido y avergonzado. ¿Por qué me penaría a mí sino tengo talento? Yo era el caminante de “El pesado oso que camina conmigo”. En los cócteles literarios. Los odiaba. Y me dejaba a cargo. Unos tragos más tarde—con la camisa abierta—uno de los bordes colgando por delante—la corbata chueca, el cierre abierto. Oh Delmore. Eras tan hermoso. Llamado así por una estrella de cine mudo el bailarín Frank Delmore. Oh Delmore—la cicatriz del duelo con Nietzsche.
Leías a Yeats y el timbre había sonado pero el poema no había acabado y no habías terminado de leer—pequeños riachuelos nacían de tu nariz pero aun así no parabas de leer. Yo estaba paralizado. Lloré—el amor del mundo—el pesado oso.
Nos dijiste que entráramos a la casa de ______ donde tu esposa estaba prisionera. Tus muñecas rotas por aquellos que eran tus enemigos. Las pastillas revolviendo tu mente refinada.
Te conocí en el bar cuando recién habías pedido cinco tragos. Dijiste que eran tan lentos que para cuando te tomaras el quinto ya deberías haber pedido más. Nuestras clases de scotch. Vermouth. El jukebox que odiabas—las letras tan patéticas.
Una noche llamaste a la Casa Blanca para protestar por sus acciones en tu contra. Una beca para tu esposa para alejarla de ti y ponerla en los brazos de cualquiera en Europa.
Escuché al voceador de periódicos gritando Europa Europa.
Dame suficiente esperanza y me cuelgo.
Hamlet venía de una vieja familia de clase alta.
Algunos pensaban que era un borracho pero—en realidad—era un maníaco depresivo—que es como tener el pelo castaño.
Tienes que tener tu propia ducha—un acto existencial. Podrías meterte a la ducha y morir solo.
Hamlet empieza a decir cosas extrañas. Una mujer es como Horacio melón—una vez abierta, se pudre.
Oh Delmore dónde fue el Vaudeville para una princesa. Un regalo para la princesa de la estrella  de las tablas en el vestidor.
La duquesa metió su dedo en el culo del duque y el reino desapareció.
Nada bueno saldrá de esto. ¡Detengan el cortejo!
Caballero debe permanecer en silencio o tendremos que echarlo.
Delmore entendía todo y podría escribirlo de manera impecable.
Shenandoah Fish. Eras demasiado bueno para sobrevivir. Las percepciones te atraparon. Las expectativas de fama. Entonces enseñaste.
Y te vi en la última ronda.
Amaba tu inteligencia y tu inmensa sabiduría.
Fuiste y siempre has sido el único.
Puedes llevar un caballo al agua pero no puedes hacerlo pensar.
Quería escribir. Una línea tan buena como las tuyas. Mi montaña. Mi inspiración.
Escribiste el relato breve más grandioso jamás escrito.
En Sueños.

***

O Delmore how I miss you

O Delmore how I miss you. You inspired me to write. You were the greatest man I ever met. You could capture the deepest emotions in the simplest language. Your titles were more than enough to raise the muse of fire on my neck. You were a genius. Doomed.