11 febrero, 2017

Chateaubriand sobre Washington y Napoleón



PARALELISMO ENTRE WASHINGTON Y BONAPARTE

Bonaparte ha muerto recientemente. Puesto que acabo de llamar a la puerta de Washington, el paralelismo entre el fundador de los Estados Unidos y el emperador de los franceses se presenta de forma natural a mi espíritu; con tanta más razón cuanto que, en el momento en que escribo estas líneas, Washington mismo nos ha dejado. Ercilla, cantando y luchando en Chile, se detiene en medio de su viaje para contar la muerte de Dido; yo me detengo al comienzo de mi carrera en Pensilvania para comparar a Washington con Bonaparte. Hubiera podido ocuparme de ellos sólo en la época en que coincidí con Napoleón; pero si fuera a descender al sepulcro antes de haber llegado en mi crónica al año 1814, nada se sabría de cuanto tengo que decir de los dos mandatarios de la Providencia. Me acuerdo de Castelnau: embajador como yo en Inglaterra, escribió como yo una parte de su vida en Londres. En la última página del libro VII, le dice a su hijo: «Trataré de este hecho en el libro VIII», y el libro octavo de las Memorias de Castelnau no existe: lo que es un aviso de que he de aprovechar la vida.

Washington no pertenece, como Bonaparte, a esa raza que excede la estatura humana. Su persona no tiene nada de asombroso; tampoco ha conocido un vasto teatro de acción; no ha tenido que enfrentarse con los capitanes más hábiles y los monarcas más poderosos de su tiempo: no ha corrido de Menfis a Viena, de Cádiz a Moscú: se defiende con un puñado de ciudadanos en una tierra sin fama, en el estrecho círculo de los hogares domésticos. No libra esos combates que renuevan los triunfos de Arbelas y de Farsalia; no derriba los tronos para luego recomponer otros con sus escombros; no hace decir a los reyes a su puerta:

Qu’ils se font trop attendre, et qu’Attila s’ennuie.*

Las acciones de Washington están rodeadas de un cierto silencio; actúa con lentitud; diríase que se siente abrumado por la libertad futura, y que teme comprometerla. No es su destino lo que dirige este héroe de una especie nueva: es el de su país; no se permite jugar con lo que no le pertenece; pero ¡qué luz va a brotar de esta profunda humildad! Id a ver los bosques en que brilló la espada de Washington: ¿qué encontraréis en ellos?, ¿tumbas? ¡No; un mundo! Washington ha dejado los Estados Unidos como trofeo en su campo de batalla.

Bonaparte no posee ninguno de los rasgos de este serio americano: combate con gran alharaca en una tierra antigua; sólo persigue crearse su propia fama; sólo asume su propia suerte. Parece saber que su misión será breve, que el torrente que desciende desde tanta altura pasará rápido; se apresura a gozar y a abusar de su gloria, como si de una juventud fugitiva se tratara. Al igual que los dioses de Homero, quiere llegar en dos zancadas al confín del mundo. Hace acto de presencia en todas las costas; inscribe precipitadamente su nombre en los anales de todos los pueblos; ciñe coronas a su familia y a sus soldados; despacha rápido sus monumentos, sus leyes, sus victorias. Inclinado sobre el mundo, derriba con una mano a los reyes y con la otra abate al gigante revolucionario; pero, al aplastar la anarquía, ahoga la libertad, y termina por perder la suya en su último campo de batalla.

Cada uno recibe la recompensa según sus obras: Washington educa a una nación en la independencia; magistrado con la conciencia tranquila, cierra los ojos en su hogar en medio del pesar de sus compatriotas y de la veneración de los pueblos.

Bonaparte arrebata a una nación su independencia: emperador caído, se ve obligado a tomar el camino del exilio, donde el espanto que infunde hace que no se lo considere lo bastante prisionero a pesar de la protección del océano. Expira: esta noticia hecha pública en la puerta del palacio ante el cual el conquistador hizo proclamar tantas exequias, no hace detenerse ni asombra al viandante: ¿qué tenían que llorar los ciudadanos?

La República de Washington subsiste; el Imperio de Bonaparte ha sido abolido. Washington y Bonaparte salieron del seno de la democracia: nacidos ambos de la libertad, el primero le fue fiel, el segundo la traicionó.

Washington ha sido el representante de las necesidades, de las ideas, de las luces, de las opiniones de su época; ha secundado, en vez de contrariar, el impulso de los espíritus; ha querido lo que debía querer, la cosa misma para la que era llamado: de ahí la coherencia y lo perpetuo de su obra. Este hombre que impresiona poco, porque guarda unas proporciones justas, ha confundido su existencia con la de su país: su gloria es patrimonio de la civilización; su renombre se alza como uno de esos santuarios públicos en los que mana un manantial fecundo e inagotable.

Bonaparte podía enriquecer igualmente el dominio común; actuaba sobre la nación más inteligente, más valiente, más brillante de la tierra. ¡Cuál sería hoy el rango que ocuparía de haber unido la magnanimidad a lo que tenía de heroico, si, Washington y Bonaparte a la vez, hubiera nombrado a la libertad legataria universal de su gloria!

Pero este gigante no vinculaba en absoluto su destino al de sus contemporáneos; su genio pertenecía a la edad moderna: su ambición era propia de los tiempos antiguos; no se dio cuenta de que los prodigios de su vida excedían el valor de una diadema, y de que este ornamento gótico le sentaría mal. Unas veces se precipitaba hacia el porvenir, otras retrocedía hacia el pasado; y ya remontase o siguiese el curso del tiempo, por su fuerza prodigiosa, arrastraba o rechazaba a las multitudes. Los hombres no fueron a sus ojos sino un medio de poder: ninguna afinidad se estableció entre su felicidad y la suya; había prometido liberarlos, y los encadenó; se apartó de ellos y ellos se alejaron de él. Los reyes de Egipto situaban sus pirámides funerarias no entre campos floridos, sino en medio de las arenas estériles; estas grandes tumbas se alzan como la eternidad en la soledad: Bonaparte ha levantado a su imagen y semejanza el monumento de su fama.


*Que se hacen esperar demasiado y Atila se enoja", del Atila de Corneille.