04 noviembre, 2015

Presentación de "Valpore" de Cristóbal Gaete



Hace poco fui invitado por Verónica Jiménez, la poeta y editora a cargo de Garceta Ediciones a presentar la segunda edición chilena de la novela Valpore de Cristóbal Gaete. Esto ocurrió el 28 de octubre recién pasado y las presentaciones estuvieron a cargo de la crítica literaria Patricia Espinosa y su servidor. Este es el texto que escribí para ser leído en la ocasión.

UNAS PALABRAS MÁS SOBRE VALPORE
por Rodrigo Olavarría

Una de las leyendas alrededor de Valpore es que su autor se hizo de parte importante de la primera edición y la ocultó. No se sí eso sea cierto, es posible. El libro llegó a mí, en sus primeras semanas de existencia, a través del poeta y amigo entrañable, Daniel Tapia, el autor del poemario La contru de mi alma y la primera persona en escribir sobre la novela que hoy nos reúne, tocando prácticamente todos los puntos que posteriores críticos y reseñistas tocarían. A saber: la relación con la fantasía de El almuerzo desnudo de William Burroughs (que en Valpore es mencionada explícitamente, pero de costado, como sólo una película: El festín desnudo), el vínculo con el tópico del descenso al inframundo que Tapia, muy oportunamente, relaciona con José Victorino Lastarria y su Don Guillermo, la crítica a la institucionalidad cultural y política, y todo lo demás, en realidad. El caso es que Daniel Tapia me hizo leer Valpore y me convirtió en un misionero de esta novela que he leído y releído, y por la cual siento admiración sincera, sobre todo por el impulso que la recorre y la borboteante imaginación que le da vida, y cuando digo borboteante, quiero decir que esa imaginación borbotea como el caldero de una bruja.

Es natural mencionar la relación de Valpore con la narrativa social de autores como Nicomedes Guzmán, González Vera y Manuel Rojas. Esto ha sido mencionado en prácticamente todos los escarceos escritos en torno a esta novela y es absolutamente cierto, pero Valpore no toca solamente la tecla de la realidad, sino que también ensaya unos acordes de irrealidad y fantasía paranoide en torno a los tópicos que aborda, por ejemplo, Nicomedes Guzmán en Los hombres obscuros, publicada en 1939. En ella ocurre una redada policial higienista y, digámoslo, fascista, en que los pobladores del sur de Santiago son sacados a la calle por la policía y el ejército para ser rapados, desinfectados, y así evitar que transmitan sus enfermedades al resto de Santiago. El efecto de esta redada llega al lector cuando el protagonista llega a su cité y encuentra a su amada, enferma de tuberculosis, sentada en la calle, cubierta con una manta miserable y expuesta al frío del invierno, rapada y bañada en un químico asqueroso. En Valpore, en cambio, vemos una redada policial en el cerro Valpore, un cerro ubicado a espaldas de Valparaíso, “el cerro final”, en palabras del propio Gaete, y en esa redada vemos cómo “los mostros”, los niños fumones de pasta base, arrancan de las cucas y los palos de los carabineros, palos que caen innumerables sobre esas cabezas frágiles como cáscaras de huevo, cabezas que reventadas en el suelo se evidencian vacías, huecas, cubiertas por una película de polvo blanco. 

Lo que es sentimental en Nicomedes Guzmán, en Gaete es brutal y producto de la mirada de un narrador que no siente compasión por estos niños, ni por los cineastas o los investigadores patrimoniales o los estudiantes de posgrado que se revuelcan con sus objetos de estudio para meterlo todo luego en un artículo en una revista indexada, en fin, ni siquiera por aquellos parecidos a él mismo, un: “indio-alternativo-artista-garzón-porteño”.

Pienso que el protagonista de Valpore es un Odiseo que vaga sin destino por un mar Egeo que no es sólo un paisaje, sino todo el entramado social porteño, incluidas la escenificación cultural que caracteriza las políticas culturales de la concertación. Ahí navega nuestro dudoso héroe, tratando de hacerla, página a página, mientras Gaete no escatima el vitriolo de su imaginación. El mismo Gaete dice por ahí sobre Valpore: “Más que la versión bizarra de Valpo, para mí es la posibilidad de crear un espacio a partir de elementos reales llevados a un extremo”. Y es muy cierto. Los personajes y condiciones sociales puestos ante nosotros son reales y han sido extremados mediante la práctica de una crítica paranoica, un método que suele revelarnos más de lo que quisiéramos ver. Y en esto, vuelvo a pensar en Daniel Tapia, quien recalcó, poco después del terremoto del 2010, que en Valpore existía el “gesto compulsivo de mostrar la ciudad que no se ve, ese puerto que esconden los medios oficiales y que descubre la literatura”. Ambas novelas, Valpore y Don Guillermo (conocida con el mote de: "la primera novela chilena"), comparten este gesto y también la voluntad crítica de desmenuzar la sociedad y evidenciar la vileza. En Don Guillermo, la de cuatro monstruos que someten a la población: Mentira, Ignorancia, Fanatismo y Ambición; y en Valpore, una clase política que encarna los mismos cuatro monstruos denunciados por Lastarria, una institucionalidad neoliberal que lanzó bombas de neutrones sobre la dignidad de la sociedad chilena, pauperizándola y despojándola del lenguaje. Y cuando elijo la imagen de la bomba de neutrones es porque esta bomba aniquila a los seres humanos pero deja intactos los edificios, haciendo que todo parezca normal y en orden, en una imagen fantasmagórica más que podría ilustrar aquello que la dictadura y su continuidad han hecho por Chile.

Una vez escuché a un amigo decir un chiste brutal, uno que quizás haría reír a Cristóbal Gaete, un chiste cómico y doloroso cuya línea final reemplaza la expresión “lumpen proletariado” por la de “lumpen profesorado”. Quizás cabe aquí decir que el amigo que me contó ese chiste es profesor y vive y trabaja en Valparaíso. 

En fin, voy a cerrar citando el último párrafo de la presentación de Daniel Tapia, que me parece ejemplar por su lucidez y su veloz apreciación: “Cómo va a cambiar el destino de una ciudad o de un país un pobre angustiao. Ni con los grandes ladrillos de paraguayo ni con los papelillos de pasta ni con esa coca pateá con bicarbonato ni con diez mil cañas de vino se puede cambiar el destino de nuestras vidas, dominados por las cúpulas de los poderosos políticos y su dinero”.

Presentación de Bruno Montané



El miércoles 14 de octubre del 2015 en la Universidad Diego Portales me tocó presentar a Bruno Montané, poeta chileno y fundador del Infrarrealismo junto a Mario Santiago y Roberto Bolaño, quien participó de la Cátedra Abierta Roberto Bolaño con la conferencia “Papeles del afuerino”. He aquí el texto de esa presentación.

LA FENOMENOLOGÍA DE LOS DESVANES
por Rodrigo Olavarría.

Partamos por lo más obvio, bienvenidos a la Cátedra Abierta Roberto Bolaño. Bienvenido Bruno. Ahora, voy a realizar una pequeña contextualización biográfica de nuestro invitado de honor. Bruno Montané nació en Valparaíso. A los diecisiete, después del golpe de estado emigra junto a sus padres y hermano a México, donde vivió entre 1974 y 1976 para luego partir a Barcelona y ahí residió hasta hace muy poco. ¿Vives en Bremen ahora, no? Ha publicado El maletín de Stevenson (1985), Helicón (1987), Cuenta (1998), El cielo de los topos (2002) y hace casi un año Mapas de bolsillo a través de Ediciones Tajamar. Además ha publicado en numerosas antologías y revistas desde mediados de los años setentas. Bruno Montané es también uno de los fundadores del infrarrealismo, un movimiento poético que él no tiene ningún problema en desmitificar, pero que tanto los amantes de la poesía como los lectores de la obra de su amigo Roberto Bolaño, hemos levantado a un estatus legendario. 

La verdad es que toda esa generación de poetas latinoamericanos, los infrarrealistas: Roberto Bolaño, Bruno Montané, Mario Santiago y otros; los poetas horazerianos del Perú: Jorge Pimentel, Enrique Verástegui, Tulio Mora, Carmén Ollé y otros, y poetas chilenos como Rodrigo Lira, Claudio Bertoni y Diego Maquieira, han sido leídos por nuevas generaciones de poetas que los consideran sus predecesores y admiran tanto sus posiciones estéticas como la forma en que resistieron la acometida de la historia, tanto del fascismo como del estalinismo, y no cedieron a la escritura comprometida, fieles a un programa poético que tenía tintes colectivos, pero que rescataba también el valor de una profunda e irrenunciable individualidad. Autores de una poesía que hacía énfasis en la visualidad, en la imagen, quizás por una línea genealógica que va del imaginismo de la primera hora, el de William Carlos Williams y Ezra Pound a Ernesto Cardenal y a Allen Ginsberg, por nombrar dos poetas que influyeron en una generación que rehuyó lo dado, que se alejó de las formas tradicionales y del verso de forma cerrada.

En un manifiesto conjunto de Bruno Montané y Roberto Bolaño titulado “Rasgar el tambor, la placenta” escrito en Barcelona en noviembre de 1977 y publicado en “Rimbaud vuelve a casa”, se plantea una imagen recurrente en la obra de Montané y Bolaño, una imagen que aparece en Estrella distante y Los detectives salvajes, una imagen emparentada con el poema épico de una generación que es el Aullido de Allen Ginsberg: “Estamos como esos niños que huyeron de los nazis y se perdieron en los bosques polacos y fueron muriendo de hambre, como cuenta Brecht en una balada. Estamos como esos niños de La Cruzada de los niños, de Marcel Schwob, con cuarenta grados de fiebre, resbalando una y otra vez por las faldas crispadas de la Cordillera de Los Andes.”

Esa era la situación de estos jóvenes, toda una generación, que se veían exiliados dentro y fuera de sus países. Intentando conectar, intentando crear sentido, intentando crear en un mundo que se había convertido en el tubo de ensayo de una terrorífica sociedad futura, una sociedad a la que nos acercamos cada vez más. Y de fondo, el famoso discurso de las armas y las letras, resonando en la imaginación de todos los que crecieron paralelamente al triunfo de la revolución cubana. Esa generación.

En la antología Muchachos desnudos bajo el arcoíris de fuego de 1979, Bruno Montané es presentado como poeta, inventor de objetos y fotógrafo. Este dato no deja de ser importante pues Bruno Montané es el tipo de poeta-fotógrafo capaz de descubrir que las palomas vuelan dentro de la sombra de los edificios y luego sentarse con lápiz y papel a extraer las imágenes cansadas que hierven dentro de las bujías de la imaginación; es también el tipo de inventor que ejerce su derecho a no ser él mismo y a desarrollar la fenomenología de los desvanes mientras apila los ladrillos de la vida contra los rincones del abismo.

Bruno Montané es el tipo de poeta capaz de escribir versos como: “La palabra es hoguera en los palacios / Y tienda de campaña en los jardines”, un poeta que ejercita la mirada para fijar esas imágenes en el papel, es un editor de la realidad deslumbrado por el lenguaje y un convencido de que dentro de un verso se esconde el verso que lo sucede. Es un poeta del lenguaje, pero capaz de crear imágenes que quedan suspendidas en la mente del lector. En ese sentido, es un poeta y un fotógrafo, un autor que a ratos pareciera desconfiar del ejercicio de la escritura o que, mejor dicho, continuamente cuestiona la escritura como medio y como obra, sobre todo la suya propia.

En esta poesía, como duendes, las mejores imágenes y los mejores pensamientos salen de lo inmaterial, de lo trascendente a lo concreto. Las imágenes y los pensamientos se hacen visibles al ser revelados en el cuarto oscuro que es la lectura: “como si una persona se viese invadida de lucidez”, esas son palabras del propio Montané. 

Esta desconfianza que antes mencionaba ya es visible en el texto de presentación que escribió en 1979, cuando tenía veintidós años, para una antología de jóvenes poetas chilenos titulada Entre la lluvia y el arcoíris (1983). Este texto es genial porque se me hace la idea de que Bruno Montané podría haberlo escrito ayer para ser leído hoy: “En estos días me estoy pensando mucho el asunto de la escritura, lucho enredándome al cuestionar mi desarrollo, yo creo que se trata de no caer en falsas coartadas, en lugares o estilos cómodos. Más o menos, lo único que doy por definitivo es el deseo y la necesidad por crear, por producir un sistema paralelo contenido en la realidad: la literatura y su pedacito llamado poesía. // Estos poemas escritos hace algún tiempo forman parte de este aprendizaje que no termina (pero la escuela es muy rara) y su producción la considero bastante intuitiva, dejándose llevar mucho por el ritmo, por el aliento del verso que contiene en si al que le sigue, etc.”

Y más recientemente, el propio Bruno Montané ha dicho sobre su poesía: “Creo que es rara, que se pelea consigo misma, que es una poesía sobre el lenguaje. Pero que siempre intenta asumir un gran respeto por la mente del lector.” Es humilde Bruno Montané, dice que intenta asumir un gran respeto por la mente del lector, lo cual es absolutamente cierto, pero en realidad lo que hace es ofrecer dulcemente a esa mente hipotética que es la mente del lector imágenes donde la realidad es una nube que nos corona la cabeza y nos ofusca, imágenes que son flashazos en medio de reflexiones intuitivas, donde la escritura se asume como “asomarse a un túnel, / errar e insistir”, golpear “las precisas piedras / que chocan y hacen chispas en la noche inútil”.

También recientemente ha dicho, sobre el acto de escribir poesía: “Lo que llamamos estilo no es más que el balbuceo que torpemente intentamos asumir cuando escribimos el primer verso, sin saber nunca si lo hemos conseguido.” Afirmación que me huele a Flaubert y su “el lenguaje es como una tetera rota en la que tocamos música para que los osos bailen, cuando, en realidad, todo lo que queremos es conmover a las estrellas”. Un artesano que desconfía del lenguaje, el material que ha elegido para realizar su oficio.

A veces incluso podría sonar desencantado, pero sabe que aunque “ningún poema dé / lo que regala una extraña hora”, “el poema recuerda que el silencio / de un fuego lejano / crepita en nuestra imaginación” y que, a fin de cuentas, “ningún poema se equivoca / en su oscuro equilibrio”. Como vemos, no existe tal desencanto, la poesía para Montané es un ejercicio necesario, desligado de la función productiva que implica la concreción del acto escritural en el objeto que conocemos con el nombre de libro. De hecho, hace menos de un año afirmaba: “escribo sin pensar en un libro. Escribo el poema, una y otra vez, veladas versiones que siguen el mismo impulso, como hacía el pianista de jazz Thelonious Monk, cuando explicaba que todos sus temas eran parte de un largo e interminable solo…”

Roberto Bolaño en uno de ensayos y prosas dispersas reunidas en el libro Entre paréntesis dijo sobre los poemas de Montané: “Su poesía está hecha de pinceladas suspendidas en el aire. A veces son sólo apuntes, otras veces miniaturas, en ocasiones largos poemas existencialistas reducidos a ocho o doce versos. Su poesía está hecha de sangre suspendida en el aire. Su voluntad, o su disposición ante el mundo o ante la cultura, se debate entre polos irreconciliables. De esta dilatada lucha ha sabido extraer versos paradójicos. Escribe como un naturalista que cree en muy pocas cosas y que sin embargo sigue haciendo su trabajo con tesón, un tesón que en ocasiones se confunde con la indiferencia. Para mí es uno de los mejores poetas chilenos actuales.” 

Se me ocurre todo esto y un canguro salta de matorral en matorral en las praderas de mi mente.

Les pido que suspendamos la necesidad de la academia de citar y señalar referencias. No recuerdo el libro donde leí esto, pero recuerdo claramente haberlo leído. Se trata de un texto de Ezra Pound donde en alguna parte afirma: “lo único que me ha enseñado la vejez, es que a los diecisiete años tenía la razón”. Y a la luz de esta frase me gustaría volver a leer un fragmento de la poética que Bruno Montané escribió para Entre la lluvia y el arcoíris: “yo creo que se trata de no caer en falsas coartadas, en lugares o estilos cómodos. Más o menos, lo único que doy por definitivo es el deseo y la necesidad por crear, por producir un sistema paralelo contenido en la realidad: la literatura y su pedacito llamado poesía”.

Sería genial que cuando sea viejo, Bruno Montané pueda decir con naturalidad esta sabia y desfachatada frase: “lo único que me ha enseñado la vejez, es que a los diecisiete años tenía la razón”. Pero me parece que es una pregunta que se seguirá haciendo, renovándola una y otra vez, en el solo de piano de su escritura, en el cuarto oscuro donde vuelca sus químicos y extrae sus imágenes, en la mesa de dibujo donde extiende enormes mapas, fiel a la idea de que: “El poeta es el cartógrafo de los deseos que cuelgan al borde del abismo”.