06 septiembre, 2010

William Faulkner



Siento que este premio no se otorga a mí como hombre, sino a mi trabajo – una vida de trabajo en la agonía y el sudor del espíritu humano, no por la gloria y menos aun por el beneficio, sino para crear con los materiales del espíritu humano algo que no existía antes. Así que este premio es mío sólo en cuanto yo lo administro. No será difícil hallar para el dinero un destino proporcional al propósito y significancia de su origen. Pero también me gustaría hacer lo mismo con el elogio, usando este momento como un pináculo desde el cual seré escuchado por los jóvenes hombres y mujeres que ya se dedican a la misma angustia y tormento, entre quienes ya hay uno que estará de pie aquí donde yo estoy ahora.

La tragedia de nuestro tiempo es un miedo físico universal y general, sufrido por tanto tiempo que apenas podemos tolerarlo. Ya no habrá más problemas del espíritu. Queda sólo la pregunta: ¿Cuándo me volarán en pedazos? Por esto, el joven escritor o la joven escritora ha olvidado los problemas del corazón humano en conflicto consigo mismo que, por sí mismos, pueden constituir buena escritura porque sólo sobre eso vale la pena escribir, sólo eso vale la pena el sudor y la agonía.

Debe aprender de nuevo. Debe enseñarse que lo más básico de todas las cosas es tener miedo; y, una vez que pudo enseñarse eso, olvidarlo, sin dejar espacio en su lugar de trabajo para nada más que las viejas certezas y verdades del corazón, las viejas verdades universales sin las cuales cualquier historia es efímera y está condenada – el amor y el honor y la piedad y el orgullo y la compasión y el sacrificio. Hasta que lo haga, trabaja bajo una maldición. No escribe de amor sino de lujuria, escribe de derrotas en las cuales nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus dolores no duelen en los huesos universales, no dejan cicatrices. No escribe del corazón, sino de las glándulas.

Hasta que vuelva a prender estas cosas, escribirá como si estuviera en una multitud observando el fin de la humanidad. Me niego a aceptar el fin de la humanidad. Es fácil decir que la humanidad es inmortal simplemente porque resistirá: que cuando suene y se desvanezca el último ding dong desde la última roca despreciable que cuelga fuera de las mareas en la última tarde roja y agonizante, que incluso en ese momento habrá un sonido: el de su incansable y diminuta voz aun hablando. Me rehúso a aceptar esto. Creo que la humanidad no sólo resistirá: prevalecerá. Es inmortal, no porque sólo él entre las creaturas tenga una voz incansable, sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de sentir compasión y sacrificarse y resistir. El deber del poeta, del escritor, es escribir sobre estas cosas. Es su privilegio el ayudar a la humanidad a resistir elevando su corazón, recordándole del valor y el honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no necesita ser meramente el registro de la humanidad sino que puede ser uno de sus puntales, los pilares que la ayudarán a resistir y prevalecer.

Discurso de aceptación del premio Nobel, 10 de diciembre, 1950.