18 marzo, 2014

Fragmento de: "El emperador de occidente" de Pierre Michon.



Rió brevemente. Me pareció que la mano estropeada, la mano cansada, la que había vivido un poco más que la otra, repelía algo en la oscuridad, palabras que no diría, todos los bosques de Lucania rememorados, irreconocibles, un rey que tiene estertores y por última vez sonríe a su amigo, pero tal vez son delirios y lo confunde con alguien más. Bebíamos cada vez más rápido, sin saciarnos. Como del impluvio, donde se repetían las estrellas, como del cuadrado de tinieblas arriba, donde aquéllas no brillaban mejor... Pero no, de esa vieja boca apagada en la noche, la voz recomenzó: “Ya estaba muerto. Todo el mundo conoce el resto. Se sabe lo que quiso y lo que se hizo. Un río corría allí, espeso, oscuro, en las profundidades de los bosques caídos, el Busentino: tres días toda Escitia desconsolada, furibunda, con palas, espadas, los escudos repletos, excavó un canal paralelo al río, entre nubes de mosquitos; todo aquel ejército de lodo, de lenguas mezcladas, se hundió hasta los muslos, en sus cascos cornudos con gran esfuerzo transportó tierra muerta, derribó robles como lo había hecho con las columnas en los templos, e igual que derribando templos, cantó salmos para un gran cadáver que esperaba, de cara al cielo; aquel ejército para el que nada sostenido volvería a cantar, pero que quizás cumplía, definitiva, su más alta hazaña militar. Y cuando toda el agua se fue mascullando tragada por el canal, cuando el lecho puro del río estuvo seco, en ese fango en el que morían carpas, donde raíces espectrales eran por primera y última vez sorprendidas por el día, toda Escitia bajó adentro, chapoteando, gimiente y patética como las legiones de Germania resucitadas que regresaran a sus turberas, toda Escitia cavó además un gran agujero, arrojó en él los trofeos arrebatados a Roma, los dioses y los pequeños objetos familiares apreciados por los sabinos, Cartago y los griegos, el labarum bajo el que marchaba Constantino, siete siglos de victoria, y encima arrojó por último, como un saco de oro y pelliza, al rey, que se hundió lentamente entre grandes remolinos y, vientre al aire, desapareció de repente bajo las carpas. Entonces, con salmos acrecentados como para el asalto final, con grandes golpes de espada o con las manos llenas, Escitia, exultante, rompió los diques del canal y toda el agua del mundo, tumultuosa, sorda, pasó con toda naturalidad sobre el cuerpo de un príncipe escita sin importancia que había marchado en Roma delante de los cesares. Sobre aquella ribera yo canté, por última vez”. Escuché entonces algo sorprendente: una voz decrépita, quejumbrosa, una voz muy vieja se puso a cantar bajo, como mascullan los ancianos. Ninguna lira lo acompañaba. Era griego; reconocí, interrogando al Erebo, que no es más oscuro que el Busentino pero corre sobre más reyes, a Ulises dialogando con los grandes cadáveres locuaces, cuando degüella corderos para su viejo apetito y, atraídos, ellos se acercan, golosos como ancianos, chochos como ancianos, para lamer la sangre negra y narrar su vi da. Había recitado con seguridad estas estrofas paganas en Lucania, para la ausencia de un rey cristiano que ya no existía, que se arrojaba a un río y se adueñaba oscuramente del universo, que no tenía más tumba que el mismo Dios Padre. Me pareció —pero yo también había bebido mucho, estaba confundido y qué importa, puesto que aquella voz nocturna era más precisa que cualquier voz—, me pareció que cantaba desafinado. Llegó a los versos en los que Agamenón, el coloso, aquél del que es indiferente que sepamos si una cancioneta lo llamó a Troya, puesto que él es hoy la canción misma, la sombra colosal, trémula, aparece, se sacia de golosina oscura y sólo después se pone a llorar, preguntando por su hijo, y Ulises responde: «Atrida, ¿por qué me interrogas? No puedo saber si está muerto o vivo. De nada sirve decir lo que el viento se lleva». Su voz se cortó. Había cantado para mí como para un rey sumergido. Lloraba en silenció. Quise reconfortarlo, abrazarlo. Le serví un vaso de vino, torpemente se lo tendí en las tinieblas; sus dedos tocaron los míos cuando lo tomó; temblaba; bebió ruidosamente, como los ancianos, como los muertos.

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