02 marzo, 2010

El final, pero de verdad



Me pregunto cómo va a ser el último ser humano. O mejor dicho, cómo va a ser el último Homo Sapiens que merezca ser llamado ser humano y si es que acaso dos horas antes de morir nos dedicará un momento y pensará en todos nosotros...

En 1985, Orson Welles tenía setenta años, había filmado más de veinticinco películas, estaba casado con una hermosa mujer cuarenta años más joven que él y había bajado más de treinta kilos. Ese año aceptó ser entrevistado en un programa de televisión y responder las mismas preguntas que le hacían en cada entrevista, sobre los problemas que le trajo hacer Citizen Kane, su amistad con actrices como Marlene Dietrich, las razones de su largo exilio en Europa y su matrimonio con Rita Hayworth. Sobre esto último responde simplemente: “La mujer más dulce y tierna de mi vida”, lo importante de esta escena que debe haberse repetido en innúmeras ocasiones es que dos horas después de terminada la entrevista, Orson Welles estaba muerto.

Antes de eso, en medio de la entrevista le piden que comente cómo es tener setenta años, que cite algunos versos memorables de Shakespeare o Shaw; luego Welles hace bromas sobre la vejez, el amor y el dolor, entonces el periodista le pregunta si le parecía que el dolor era una fuente de inspiración para el trabajo artístico, él ignora la pregunta y responde algo como esto: “El dolor es muy distinto a esta edad, no es como el dolor del amor perdido o el de un proyecto o un negocio que se va al carajo, esos son dolores jóvenes, vitales. El verdadero dolor es el arrepentimiento de la vejez, el pensar en todas las veces en que uno no hizo lo correcto o directamente actuó mal.”

Al pensar en estas dos citas, naturalmente, me pensé anciano y a dos horas de ponerme el llamado “terno de madera”. Imaginé el cansancio, los dolores cotidianos con que se aprende a vivir, los amigos muertos, los amores muertos y una neblina parecida a la ebriedad instalada sobre la memoria. Tomé de inmediato conciencia de la importancia de cada acto cotidiano, recordé un fragmento de la novela No Country For Old Men de Cormac McCarthy, donde un personaje afirma que el fin de la humanidad empieza cuando se olvidan las buenas costumbres, cuando uno deja de decir gracias o saludar a su vecino, es una exageración, claro, pero McCarthy vuelve a esta idea en The Road. Esta novela está ambientada nueve años después que una especie de cataclismo destruye el mundo y provoca lo que se conoce como Invierno Nuclear, es decir, un invierno permanente en el cual nada puede crecer en la tierra ni en el mar, a consecuencia de esto mueren todos los animales salvajes, todos los peces en el mar y todas las aves en el cielo. Ante esta situación los seres humanos empiezan a alimentarse de lo que dejó la civilización que acaba de desaparecer, es decir, de alimentos enlatados y, cuando estos se acaban, directamente de otros seres humanos.

En este mundo desolado, un hombre y su hijo, un niño nacido poco después del desastre que acaba con todos los rasgos de la vida que conocemos, siguen una carretera que los lleva hacia el sur. Una y otra vez se ven enfrentados a tomar decisiones que, a los ojos del niño, determinan si todavía son “los buenos” o si pasaron a ser como aquellos capaces de hacer cualquier cosa por sobrevivir. Cada vez que esto ocurre el niño impone su voluntad de hacer el bien, de alimentar a los hambrientos aunque no se parezcan mucho a lo que reconocemos como un ser humano y se encuentren en un estado muy similar al de los cavernícolas. Para el niño estas acciones se relacionan con la idea de “llevar el fuego”, una frase que debió escuchar a su madre o su padre y que significa persistir en las prácticas que constituyen a la humanidad como tal, aunque el mundo se esté cayendo literalmente a pedazos y los seres humanos estén comiéndose los unos a los otros como animales.

Yo me pregunto cómo va a ser el último ser humano. O mejor dicho, cómo va a ser el último Homo Sapiens que merezca ser llamado ser humano y si es que acaso dos horas antes de morir nos dedicará un momento y pensará en todos nosotros, la horda innumerable de los muertos, convertidos en polvo hace rato, junto con todas nuestras religiones, nuestras tostadoras de pan, nuestras elecciones municipales, nuestros desodorantes ambientales, toda la música, toda la literatura y todo lo que alguna vez fue.

Creo que antes que el desierto les gane la guerra a las ciudades y las cubra definitivamente, antes que las guerras, la usura, la desigualdad y el hambre terminen con lo que nos hace excepcionales como especie, antes del final, vale la pena hacer lo correcto.

1 comentario:

Ana Rosa Bustamante M. dijo...

deberiamos actuar siempre como el ultimo acto de nuestras vidas.

muy interesante lo que he leido aca.

Pero igualmente, te digo creo tengo fe en la vida, en el hombre, en lo que hay que estar al acecho es en aquellos pocos que les importa un bledo a los hombres, como a los empresarios sicopatas.

http://escuchamecallandochile.blogspot.com

saludos desde valdivia

ana rosa bustamante