El tercer movimiento es por muchas razones el centro de la obra. Rodeado por dos movimientos a cada lado, dos ya ocurridos y dos aún por ocurrir, toma de todos y a la vez de él comienzan todos; podría decirse que sabe de su posición. Incluso en este movimiento central, si procedemos según la simetría, podemos también identificar un centro. Porque acaban de sucederse uno tras otro los instrumentos, acoplándose en una atmósfera inmaterial que no permite vibración. Pareciera que llega a deslizarse sobre ella, pero realmente desde abajo y ahogada, una voz gira y se retuerce, alcanzando a su vida durante la danza que sólo ella pudo encerrar y traer, a la cual cede, y al entregarse por completo es posible divisar, con la mano como visera porque en todo asoman arrollos reflejantes, a la misma, atestigüada sobre el prado. Admirados por la bóveda que nos dolió y nos volverá a doler una vez pasado el presente, compartimos el hundimiento en el verde claro y flotante. Es la brisa quien se vuelve viento, y las creídas imitaciones de la naturaleza eran realmente llamadas, sacudidas para hacerla despertar. Ahora, más atentos que nunca porque lo vivido es la sorpresa, todo el amor que considerábamos melodía se vierte sin pérdida a chasquidos y chirridos que se levantan y se imponen. El barro trepa a los pies desnudos y reclama su hermandad. Separados ya no existirá tanto como ya no existe juntos, comenzando lo que sin duda conduce al próximo final, constantemente inventado antes del final que no es posible concebir. Y en la misma proporción en que van alzando su palabra los latidos va apaciguándose el movimiento renovado, extendiendo su misma sucesión pero ahora hacia el silencio, que es otro.
Y cuando ya invade lo que podrían decir nuestros suspiros
no termina de alejarse la nota más alta.
Tomás Cohen
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