27 marzo, 2012

Hits Veraniegos: Viaje al fin de la noche



Nunca me había sentido tan inútil como entre todas aquellas balas y los rayos de aquel sol. Una burla inmensa, universal.

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Pensé -¡presa del espanto!-: ¿seré, pues, el único cobarde de la tierra?... ¿Perdido entre dos millones de locos heroicos, furiosos y armados hasta los dientes? Con cascos, sin cascos, sin caballos, en motos, dando alaridos, en autos, pitando, tirando, conspirando, volando, de rodillas, cavando, escabulléndose, caracoleando por los senderos, lanzando detonaciones, ocultos en la tierra como en una celda de manicomio, para destruirlo todo, Alemania, Francia y los continentes, todo lo que respira, destruir, más rabiosos que los perros, adorando su rabia (cosa que no hacen los perros), cien, mil veces más rabiosos que mil perros, ¡y mucho más perversos! ¡Estábamos frescos! La verdad era, ahora me daba cuenta, que me había metido en una cruzada apocalíptica.


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En cuanto al coronel, no le deseaba yo ningún mal. Sin embargo, también él estaba muerto. Al principio, no lo vi. Es que la explosión lo había lanzado sobre el talud, de costado, y lo había proyectado hasta los brazos del caballero de a pie, el mensajero, también él cadáver. Se abrazaban los dos de momento y para siempre, pero el caballero había quedado sin cabeza, sólo tenía un boquete por encima del cuello, con sangre dentro hirviendo con burbujas, como mermelada en la olla. El coronel tenía el vientre abierto y una fea mueca en el rostro. Debía de haberle hecho daño, aquel golpe, en el momento en que se había producido. ¡Peor para él! Si se hubiera marchado al empezar el tiroteo, no le habría pasado nada.
Toda aquella carne junta sangraba de lo lindo.

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Mientras seguía adelante, recordaba la ceremonia de la víspera. En un prado se había celebrado, esa ceremonia, detrás de una colina; el coronel, con su potente voz, había rengado el regimiento: «¡Arriba los corazones! -había dicho-. ¡Ánimo! ¡Y viva Francia!» Cuando se carece de imaginación, morir es bien poco; cuando se tiene imaginación, morir es demasiado. Era mi opinión. Nunca había comprendido tantas cosas a la vez. El coronel, por su parte, nunca había tenido imaginación.

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No quedaban con vida en el pueblo sino gatos aterrados. El mobiliario, hecho astillas primero, pasaba a hacer fuego para el rancho, sillas, butacas, aparadores, del más ligero al más pesado. Y todo lo que se podía cargar a la espalda, se lo llevaban, mis compañeros. Peines, lamparitas, tazas, cositas fútiles y hasta coronas de novia, todo valía. Como si aún tuviéramos por delante muchos años de vida. Robaban para distraerse, para hacer ver que aún tenían para rato. Deseos de eternidad.
El cañón para ellos no era sino ruido. Por eso pueden durar las guerras. Ni siquiera quienes las hacen, quienes están haciéndolas, las imaginan. Con una bala en el vientre, habrían seguido recogiendo sandalias viejas por la carretera, que aún «podían servir». Así el cordero, rendido en el prado, agoniza y pace aún. La mayoría de la gente no muere hasta el último momento; otros empiezan veinte años antes y a veces más. Son los desgraciados de la tierra.

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Los aztecas destripaban por lo común, según cuentan, en sus templos del sol, a ochenta mil creyentes por semana, como sacrificio al Dios de las nubes para que les enviara lluvia. Son cosas que cuesta creer antes de ir a la guerra. Pero, una vez en ella, todo se explica, tanto los aztecas como su desprecio por los cuerpos ajenos; el mismo debía de sentir por mis humildes tripas nuestro general Céladon des Entrayes, ya citado, que había llegado a ser, por los ascensos, como un dios concreto, él también, como un pequeño sol atrozmente exigente.

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Mi corazón, ese conejo, al abrigo, tras su pequeña reja de costillas, agitado, encogido, estúpido.

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Allí no nos abroncaban, desde luego, nos hablaban con dulzura incluso, nos hablaban todo el tiempo de cualquier cosa menos de la muerte, pero nuestra condena figuraba, no obstante, con toda claridad en el ángulo de cada papel que nos pedían firmar, en cada precaución que tomaban para con nosotros: medallas... brazaletes... el menor permiso... cualquier consejo... Nos sentíamos contados, acechados, numerados en la gran reserva de los que partirían mañana. Conque, lógicamente, todo aquel mundo ambiente, civil y sanitario, parecía más despreocupado que nosotros, en comparación. Las enfermeras, aquellas putas, no compartían nuestro destino, sólo pensaban, por el contrario, en vivir mucho tiempo, mucho más aún, y en amar, estaba claro, en pasearse y en hacer y volver a hacer el amor mil y diez mil veces. Cada una de aquellas angélicas se aferraba a su planecito en el perineo, como los forzados, para más adelante, su planecito de amor, cuando la hubiéramos diñado, nosotros, en un barrizal cualquiera, ¡y sólo Dios sabe cómo! Lanzarían entonces suspiros rememorativos especiales que las volverían más atrayentes

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Al envejecer ya no se sabe a quién despertar, si a los vivos o a los muertos.

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Añadió: «¡Te he reconocido en seguida, Ferdinand! Por tu forma de subir al tranvía... Figúrate, sólo de ver que te has puesto triste al descubrir que no había ninguna mujer. ¿Eh? ¿A que es propio de ti?» Era verdad que era propio de mí. Estaba visto, tenía el alma hecha una braga. No había, pues, motivo para que me sorprendiera aquella observación correcta. Pero lo que me sorprendió más bien fue que tampoco él hubiese triunfado en América. No era lo que había yo previsto.

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Llegó el momento de la marcha. Fuimos una tarde hacia la estación un poco antes de la hora en que ella entraba a trabajar. Antes yo había ido a despedirme de Robinson. Tampoco él estaba contento de que lo dejara. Me pasaba la vida abandonando a todo el mundo. En el andén de la estación, mientras Molly y yo esperábamos el tren, pasaron hombres que fingieron no reconocerla, pero murmuraban.
«Ya estás lejos, Ferdinand. Haces exactamente lo que deseas hacer, ¿no, Ferdinand? Eso es lo importante... Lo único que cuenta...»
Entró el tren en la estación. Yo ya no estaba demasiado seguro de mi aventura, cuando vi la máquina. Besé a Molly con todo el valor que me quedaba en el cuerpo. Me daba pena, pena de verdad, por una vez, todo el mundo, ella, todos los hombres.
Tal vez sea eso lo que busquemos a lo largo de la vida, nada más que eso, la mayor pena posible para llegar a ser uno mismo antes de morir.
Años pasaron desde aquella marcha y más años... Escribí con frecuencia a Detroit y después a todas las direcciones que recordaba y donde podían conocerla, a Molly, saber de su vida. Nunca recibí respuesta.
Ahora la casa está cerrada. Eso es lo único que he sabido. Buena, admirable Molly, si aún puede leerme, desde un lugar que no conozco, quiero que sepa sin duda que yo no he cambiado para ella, que sigo amándola y siempre la amaré a mi modo, que puede venir aquí, cuando quiera compartir mi pan y mi furtivo destino. Si ya no es bella, ¡mala suerte! ¡Nos arreglaremos! He guardado tanta belleza de ella en mí, tan viva, tan cálida, que aún me queda para los dos y para por lo menos veinte años aún, el tiempo de llegar al fin.
Para dejarla, necesité, desde luego, mucha locura y un carácter chungo y frío. Aun así, he defendido mi alma hasta ahora y Molly me regaló tanto cariño y ensueño en aquellos meses de América, que, si viniera mañana la muerte a buscarme, nunca llegaría a estar, estoy seguro, tan frío, ruin y grosero como los otros.

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La esperanza de la pensión los poseía en cuerpo y alma. Les llegaría un día, como la gracia, la pensión, con tal de que tuvieran fuerza para esperar un poco aún, antes de cascarla del todo. No se sabe lo que es volver y esperar algo hasta que no se ha observado lo que pueden llegar a esperar y volver los pobres que esperan una pensión.
Pasaban tardes y semanas enteras esperando, en la entrada y en el umbral de mi miserable dispensario, mientras fuera llovía, y removiendo sus esperanzas de porcentajes, sus deseos de esputos francamente bacilares, esputos de verdad, esputos tuberculosos «ciento por ciento». La curación venía mucho después que la pensión en sus esperanzas; también pensaban, desde luego, en la curación, pero apenas, hasta tal punto los embelesaba el deseo de ser rentistas, un poquito rentistas, en cualesquiera condiciones. Ya no podían existir en ellos, aparte de ese deseo intransigente, definitivo, sino pequeños deseos subalternos y su propia muerte se volvía, en comparación, algo bastante accesorio, un riesgo deportivo como máximo. La muerte, al fin y al cabo, no es sino cuestión de unas horas, de minutos incluso, mientras que una renta es como la miseria, algo que dura toda la vida. Los ricos se emborrachan de otro modo y no pueden llegar a comprender esos frenesíes por la seguridad. Ser rico es otra embriaguez, es olvidar. Para eso incluso es para lo que se llega a rico, para olvidar.
Poco a poco había perdido yo la costumbre de prometerles la salud, a mis enfermos. No podía alegrarlos demasiado, la perspectiva de estar bien de salud. Al fin y al cabo, estar bien de salud no
es sino un apaño. Sirve para trabajar, la salud, ¿y qué más? Mientras que una pensión del Estado, aun ínfima, es algo divino, pura y simplemente.
Cuando no se tiene dinero para ofrecer a los pobres, más vale callarse. Cuando se les habla de otra cosa, y no de dinero, se los engaña, se miente, casi siempre. Los ricos son fáciles de divertir, con simples espejos, por ejemplo, para que en ellos se contemplen, ya que no hay nada mejor en el mundo para mirar que los ricos. Para reanimarlos, se los eleva, a los ricos, cada diez años, a un grado más de la Legión de Honor, como una teta vieja, y ya los tenemos ocupados durante otros diez años. Y listo. Mis clientes, en cambio, eran unos egoístas, pobres, materialistas encerrados en sus cochinos proyectos de retiro, mediante el esputo sangrante y positivo. El resto les daba por completo igual. Hasta las estaciones les daban igual. De las estaciones sólo sentían y querían saber lo relativo a la tos y la enfermedad, que en invierno, por ejemplo, te acatarras mucho más que en verano, pero que en primavera, en cambio, escupes sangre con facilidad y que durante los calores puedes llegar a perder tres kilos por semana... A veces los oía hablarse entre ellos, cuando creían que yo no estaba, mientras esperaban su turno. Contaban sobre mí horrores sin fin y mentiras como para quedarse turulato. Criticarme así debía de animarlos, infundirles qué sé yo qué valor misterioso, que necesitaban para ser cada vez más implacables, resistentes y malvados pero bien, para durar, para resistir. Hablar mal así, maldecir, menospreciar, amenazar, les sentaba bien, era como para pensarlo. Y, sin embargo, había hecho todo lo posible, yo, para serles agradable, por todos los medios; estaba de su parte e intentaba serles útil, les daba mucho yoduro para hacerles escupir sus cochinos bacilos y todo ello sin conseguir nunca neutralizar su mala leche...

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Está visto que no adoramos nada más divino que nuestro olor. Toda nuestra desgracia se debe a que debemos seguir siendo Jean, Pierre o Gastón, a toda costa, durante años y años. Este cuerpo nuestro, disfrazado de moléculas agitadas y triviales, se revela todo el tiempo contra esta farsa atroz del durar. Quieren ir a perderse, nuestras moléculas, ¡ricuras!, lo más rápido posible, en el universo.
Sufren por ser sólo «nosotros», cornudos del infinito. Estallaríamos, si tuviéramos valor; no hacemos sino flaquear día tras día. Nuestra tortura querida está encerrada ahí, atómica, en nuestra propia piel, con nuestro orgullo.

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Gran número de jóvenes hermosas se presentaron para aquel puesto, con lo que nuestro único problema fue no saber a cuál elegir de entre tantas criaturas sólidas de todas las nacionalidades que acudieron en tropel a Vigny, en cuanto apareció nuestro anuncio. Al final, nos decidimos por una eslovaca llamada Sophie cuya carne, cuyo porte, ágil y tierno a la vez, cuya divina salud, nos parecieron, reconozcámoslo, irresistibles.
Conocía, aquella Sophie, pocas palabras en francés, pero yo, por mi parte, estaba dispuesto, era lo menos que podía hacer, a darle clases sin pérdida de tiempo. Por cierto, que, en contacto con ella, recuperé el gusto por la enseñanza. Sin embargo, Baryton había hecho todo lo posible para que me asqueara. ¡Impenitencia! Pero, ¡qué juventud también! ¡Qué ardor! ;Qué musculatura! ¡Qué excusa! ¡Elástica! ¡Nerviosa! ¡De lo más asombrosa! No menoscababan aquella belleza ninguno de esos pudores, verdaderos o falsos, que tanto molestan en las conversaciones demasiado occidentales. Por mi parte, mi admiración era, a decir verdad, infinita. De músculos en músculos, por grupos anatómicos, avanzaba yo... Por vertientes musculares, por regiones... No me cansaba de perseguir ese vigor concertado y al mismo tiempo suelto, repartido en haces sucesivamente huidizos y consistentes, al tacto... Bajo la piel aterciopelada, tersa, relajada, milagrosa...
La era de esos gozos vivos, de las grandes armonías innegables, fisiológicas, comparativas, está aún por venir... El cuerpo, divinidad sobada por mis vergonzosas manos... Manos de hombre honrado, cura desconocido... Permiso primero de la Muerte y las Palabras... ¡Cuántas cursilerías apestosas! El hombre distinguido va a echar un polvo embadurnado con una espesa mugre de símbolos y acolchado hasta la médula... Y después, ¡que pase lo que pase! ¡Buen asunto! La economía de no excitarse, al fin y al cabo, sino con reminiscencias... Se poseen las reminiscencias, se pueden comprar, hermosas y espléndidas, una vez por todas, las reminiscencias... La vida es algo más complicado, la de las formas humanas sobre todo. Atroz aventura. No hay otra más desesperada. Al lado de ese vicio de las formas perfectas, la cocaína no es sino un pasatiempo para jefes de estación.

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