Estuve entretenido con mis apuntes durante la primera mitad de la mañana, sentado junto a los fondamenta de Santa Lucía. El lápiz se deslizaba fácilmente sobre el papel y de vez en cuando cacareaba un gallo que estaba encerrado en una jaula en el balcón de una casa situada al otro lado del canal. Cuando volví a levantar la vista de mi trabajo, todas las sombras de los durmientes de la plaza de la Ferrovia habían desaparecido o se habían disipado, y el tráfico matinal había dado ya comienzo. De repente, por delante de mí pasó una barca cargada con montañas de basura, a lo largo de cuyo borde corría una rata grande que se arrojó de cabeza al agua. No sé si fue esta escena lo que me hizo tomar la decisión de no quedarme en Venecia, sino seguir a Padua sin mayor demora y una vez allí ir a ver la capilla de Enrico Scrovegni, de la que hasta entonces no conocía más que una mera descripción que trata de la fuerza íntegra que ostentaban los colores de los frescos del pintor Giotto, y de la determinación aún reciente que impera en cada paso, en cada facción del rostro, de las figuras que aparecen proscritas en ellos. Cuando, recién llegado del calor de fuera que aquel día ya pesaba sobre la ciudad a horas tempranas de la mañana, estuve en el interior de la capilla delante de las pinturas murales que se extendían en cuatro hileras desde la cornisa hasta el borde del suelo, lo que más me sorprendió fue el lamento silencioso que elevan los ángeles, suspendidos, desde hace casi setecientos años, sobre la desgracia infinita. En el silencio de la sala se podía escuchar este lamento como si de un estampido se tratase. Los mismos ángeles, en su dolor, habían contraído tanto las cejas, que parecían unir los dos ojos. ¿Y acaso no son y con diferencia, pensaba, las alas blancas con los escasos vestigios verde claro de tierra de Verona lo más maravilloso de todo cuanto hayamos podido imaginarnos jamas? Gli angeli visitano la scena della disgrazia. Con estas palabras en mente, a través de un tráfico estrepitoso regresé a la estación, que no quedaba lejos de la capilla, para coger el próximo tren que saliera hacia Verona, donde esperaba poder averiguar algo que guardase relación tanto con mi propia estancia en esta ciudad, interrumpida hacía siete años de una forma tan brusca como con aquel mediodía inconsolable que el doctor Kafka, según cuenta el mismo, pasó en septiembre de 1913 de camino de Venecia al lago Garda de Verona. Cuando, apenas transcurrida una hora de un viaje abundante en corrientes de aire —el paisaje resplandecía en el interior con las ventanas abiertas—, en el marco de mi campo visual ya se estaba aproximando la Porta Nuova y divisé la ciudad enclavada delante el semicírculo de las montanas, me vi en la imposibilidad de apearme del tren.
W.G. Sebald. Vértigo.