13 enero, 2014

W.G. Sebald visita la capilla Scrovegni de Padua.



Estuve entretenido con mis apuntes durante la primera mitad de la mañana, sentado junto a los fondamenta de Santa Lucía. El lápiz se deslizaba fácilmente sobre el papel y de vez en cuando cacareaba un gallo que estaba encerrado en una jaula en el balcón de una casa situada al otro lado del canal. Cuando volví a levantar la vista de mi trabajo, todas las sombras de los durmientes de la plaza de la Ferrovia habían desaparecido o se habían disipado, y el tráfico matinal había dado ya comienzo. De repente, por delante de mí pasó una barca cargada con montañas de basura, a lo largo de cuyo borde corría una rata grande que se arrojó de cabeza al agua. No sé si fue esta escena lo que me hizo tomar la decisión de no quedarme en Venecia, sino seguir a Padua sin mayor demora y una vez allí ir a ver la capilla de Enrico Scrovegni, de la que hasta entonces no conocía más que una mera descripción que trata de la fuerza íntegra que ostentaban los colores de los frescos del pintor Giotto, y de la determinación aún reciente que impera en cada paso, en cada facción del rostro, de las figuras que aparecen proscritas en ellos. Cuando, recién llegado del calor de fuera que aquel día ya pesaba sobre la ciudad a horas tempranas de la mañana, estuve en el interior de la capilla delante de las pinturas murales que se extendían en cuatro hileras desde la cornisa hasta el borde del suelo, lo que más me sorprendió fue el lamento silencioso que elevan los ángeles, suspendidos, desde hace casi setecientos años, sobre la desgracia infinita. En el silencio de la sala se podía escuchar este lamento como si de un estampido se tratase. Los mismos ángeles, en su dolor, habían contraído tanto las cejas, que parecían unir los dos ojos. ¿Y acaso no son y con diferencia, pensaba, las alas blancas con los escasos vestigios verde claro de tierra de Verona lo más maravilloso de todo cuanto hayamos podido imaginarnos jamas? Gli angeli visitano la scena della disgrazia. Con estas palabras en mente, a través de un tráfico estrepitoso regresé a la estación, que no quedaba lejos de la capilla, para coger el próximo tren que saliera hacia Verona, donde esperaba poder averiguar algo que guardase relación tanto con mi propia estancia en esta ciudad, interrumpida hacía siete años de una forma tan brusca como con aquel mediodía inconsolable que el doctor Kafka, según cuenta el mismo, pasó en septiembre de 1913 de camino de Venecia al lago Garda de Verona. Cuando, apenas transcurrida una hora de un viaje abundante en corrientes de aire —el paisaje resplandecía en el interior con las ventanas abiertas—, en el marco de mi campo visual ya se estaba aproximando la Porta Nuova y divisé la ciudad enclavada delante el semicírculo de las montanas, me vi en la imposibilidad de apearme del tren.

W.G. Sebald. Vértigo.

10 enero, 2014

Pablo de Rokha sobre Bolivia.



“LA NACIÓN DEL CANSANCIO Y LA RESPIRACIÓN TAQUICARDIACA…”

Pablo de Rokha, el atrabiliario y vital escritor chileno, visitó por entonces Bolivia, ganado por su amistad hacia los jefes del PIR y su recelo, mezclado de curiosidad, por la obra del MNR y Villarroel. Acababa de sr colgado por la multitud enardecida, el presidente que había intentado cambiar las reglas del juego político, dando, a cada cual, lo que correspondí, pero en lo más profundo, nada había cambiado todavía. Escribe de Rokha en su colorido estilo (Interpretación dialéctica de América): "La economía de Bolivia es precaria y arcaica. El boliviano es minero-industrial, agricultor-consumidor o especulador “ponguero” burócrata o intermediario; cuando es minero industrial ya no es boliviano, es rosquero internacional, cuando es minero pobre es un poeta de la industria minera, raído y descapitalizado, con las costillas a flor del chaleco; cuando es agricultor-consumidor es indio o cholo y anda a pata pelada, cuando es agricultor especulador-ponguero es Señor de Horca y Cuchillo de la gleba horrenda, dueño del “pongo” y rey de su familia, amo del campo, tanto como lo fueron, en los viejos imperios, los Emperadores, es un esclavo del gran capital imperialista y es el “caballero-distinguido” que, latifundista quebrado y descapitalizado, arruina a América cuando es burócrata, está piojoso de escribir versos; y cuando es intermediario está en todos los gobiernos y procura echar abajo a todos los gobiernos, a fin de pescar a río revuelto…”

Rica, despoblada, vieja e infinitamente angustiosa, infinitamente polvorosa de milenios, Bolivia da tonalidad arcaica a la tragedia americana. Por entre sus grandes ruinas y vestigios, los antepasados sollozan. Es un país con la cabeza vuelta, terriblemente, al pretérito, y con el corazón entre dos espadas: la sierra helada y antiquísima y los trópicos envenenados por un sol asesino y estupendo. Nunca a una música la encontré un olor a raíz de mundo y a antigüedad infinita como a la boliviana. Mi país es volcánico, mi país es dramático e insular, pero la aventura de la existencia está condicionada por la médula india, heroica pero remota y apolillada en la entraña heroica, pero terrosa de eternidad, en los subsuelos, lo que es terrible, porque el hombre entonces, al asomar la cabeza al filo del mundo, llega con los huesos cansados. Es pues Bolivia, la nación del cansancio y la respiración taquicardiaca. Solo la salvará la voluntad y la organización soberbia en un plano de ancho volumen y un gran programa histórico. Uno se pregunta por qué los niños de Bolivia no nacen con el pelo blanco de canas… ¿Es la desgracia histórica? no; es la falencia histórica porque Bolivia parece que se hubiera detenido, a la orilla de los acontecimientos a mirar pasar la vida.”


Pablo de Rokha, “Interpretación dialéctica de América: los cinco estilos del Pacífico: Chile, Perú, Bolivia, Ecuador, Colombia”. Buenos Aires: Claridad, 1947. 367 p.; 23 cm.

07 enero, 2014

Lou Reed recuerda a Delmore Schwartz



OH DELMORE CUÁNTO TE EXTRAÑO

Oh Delmore cuánto te extraño. Me inspiraste a escribir. Fuiste el hombre más grande que conocí. Podías capturar las emociones más profundas con el lenguaje más simple. Tus títulos eran suficientes como para despertar la musa de fuego en mi cuello. Eras un genio. Condenado.
Las locas historias. Oh Delmore yo era tan joven. Creía tanto. Nos reuníamos a tu alrededor mientras leías Finnegans Wake. Tan divertido pero impenetrable sin ti. Dijiste que habían pocas cosas en la vida mejores que dedicarse a Joyce. Habías anotado cada palabra de las novelas que te guardaste de la biblioteca. Cada palabra.
Y dijiste que estabas escribiendo “La maleta de cerdo”. Oh Delmore nunca existió tal cosa. Buscaron, después que tú último delirio te condujo a un ataque al corazón en el Hotel Dixie. Nadie reconoció tu cuerpo en tres días. Tú—uno de los más grandes escritores de nuestra era. No había tal maleta.
Llevabas la carta de T.S. Eliot junto a tu corazón. Sus elogios a En Sueños. Ojala hubieras podido detener ese matrimonio. ¡¡¡Nada bueno saldrá de esto!!! Tenías razón. Nos rogabas—Por favor no dejen que me entierren al lado de mi madre. Hagan una fiesta para celebrar mi mudanza de este mundo a uno ojala mejor. Y tú Lou—te juro—y tú sabías que si alguien podía yo podía—tú Lou nunca debes escribir por dinero o voy a venir a penarte.
Le había mostrado un relato breve. Él me dio una B. Me sentí herido y avergonzado. ¿Por qué me penaría a mí sino tengo talento? Yo era el caminante de “El pesado oso que camina conmigo”. En los cócteles literarios. Los odiaba. Y me dejaba a cargo. Unos tragos más tarde—con la camisa abierta—uno de los bordes colgando por delante—la corbata chueca, el cierre abierto. Oh Delmore. Eras tan hermoso. Llamado así por una estrella de cine mudo el bailarín Frank Delmore. Oh Delmore—la cicatriz del duelo con Nietzsche.
Leías a Yeats y el timbre había sonado pero el poema no había acabado y no habías terminado de leer—pequeños riachuelos nacían de tu nariz pero aun así no parabas de leer. Yo estaba paralizado. Lloré—el amor del mundo—el pesado oso.
Nos dijiste que entráramos a la casa de ______ donde tu esposa estaba prisionera. Tus muñecas rotas por aquellos que eran tus enemigos. Las pastillas revolviendo tu mente refinada.
Te conocí en el bar cuando recién habías pedido cinco tragos. Dijiste que eran tan lentos que para cuando te tomaras el quinto ya deberías haber pedido más. Nuestras clases de scotch. Vermouth. El jukebox que odiabas—las letras tan patéticas.
Una noche llamaste a la Casa Blanca para protestar por sus acciones en tu contra. Una beca para tu esposa para alejarla de ti y ponerla en los brazos de cualquiera en Europa.
Escuché al voceador de periódicos gritando Europa Europa.
Dame suficiente esperanza y me cuelgo.
Hamlet venía de una vieja familia de clase alta.
Algunos pensaban que era un borracho pero—en realidad—era un maníaco depresivo—que es como tener el pelo castaño.
Tienes que tener tu propia ducha—un acto existencial. Podrías meterte a la ducha y morir solo.
Hamlet empieza a decir cosas extrañas. Una mujer es como Horacio melón—una vez abierta, se pudre.
Oh Delmore dónde fue el Vaudeville para una princesa. Un regalo para la princesa de la estrella  de las tablas en el vestidor.
La duquesa metió su dedo en el culo del duque y el reino desapareció.
Nada bueno saldrá de esto. ¡Detengan el cortejo!
Caballero debe permanecer en silencio o tendremos que echarlo.
Delmore entendía todo y podría escribirlo de manera impecable.
Shenandoah Fish. Eras demasiado bueno para sobrevivir. Las percepciones te atraparon. Las expectativas de fama. Entonces enseñaste.
Y te vi en la última ronda.
Amaba tu inteligencia y tu inmensa sabiduría.
Fuiste y siempre has sido el único.
Puedes llevar un caballo al agua pero no puedes hacerlo pensar.
Quería escribir. Una línea tan buena como las tuyas. Mi montaña. Mi inspiración.
Escribiste el relato breve más grandioso jamás escrito.
En Sueños.

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O Delmore how I miss you

O Delmore how I miss you. You inspired me to write. You were the greatest man I ever met. You could capture the deepest emotions in the simplest language. Your titles were more than enough to raise the muse of fire on my neck. You were a genius. Doomed.