El nombre de Rodrigo Olavarría (Puerto Montt, 1979) se movía furtivo por la poesía chilena de los últimos años, aún cuando su trabajo literario ha sido permanente, especialmente en el ámbito de la traducción, la creación de antologías y la organización de eventos poéticos. De hecho, poco ruido generó una importante traducción que Olavarría realizó del poema “Howl”, de Allen Ginsberg, ni más ni menos que por la prestigiosa editorial Anagrama. Un suceso literario que debió haber levantado algo más de polvo del que efectivamente levantó. Sin embargo lo que aún estaba por verse era el debut del autor en un libro publicado, pues poemas suyos han circulado profusamente en revistas y sitios web, pero faltaba el libro de Rodrigo Olavarría en los anaqueles.
Esa espera culminó con la aparición de Alameda tras las rejas (aún se mantiene inédito otro libro de poemas, La noche migratoria), publicado por la editorial Calabaza del diablo. Acá un aparte respecto de la edición del libro. La encuadernación se rompe apenas al abrirlo, lo que da cuenta de que ciertas editoriales como la que alberga el libro de Olavarría descuidan bastante la dimensión material del mismo, privilegiando los contenidos por sobre una edición de calidad, que haga durable el ejemplar.
Ya en el texto, Olavarría presenta un diario de vida, un cuaderno de notas de su tiempo, un ejercicio riesgoso, puesto que es sabido que el diario de vida es el punto de partida de las inquietudes literarias del prójimo, y es ahí mismo donde sucumben muchos sueños librescos ante textos empalagosos, clichés, o bien, insustanciales. La práctica del diario de vida ofrece esa cortapisa, el ser un reservorio bastante dudoso de “nuestras cosas”, que, en buenas cuentas no tienen mayor interés para nadie, salvo para el autor o autora de esos recuerdos, pensamientos, sentimientos o palabras. Nada de eso sucede en el caso de Olavarría, quien presenta un texto suelto, franco y abierto, descarnado por momentos, y absurdamente gracioso por otros, pero siempre recio en ideas, observaciones justas y reflexiones aquilatadas sobre el cotidiano devenir de un hombre, que cae, tropieza, bebe, piensa, lee, escucha música (campo que el autor conoce y domina bastante, a juzgar por los agudos comentarios musicales que ha publicado en más de un lugar), ve películas y chapotea de amor en amor, nunca sin mella. Miles de personas emprenden este ejercicio a diario, pero muy pocos tienen el oficio para que la bitácora diaria logre sobrepasar la línea de flotación. El resto se hunde en un infumable océano de reflexiones de poca monta.
Harto apartado de ese cursi espectro del “Querido diario”, lo que ofrece Olavarría cuenta con más de una virtud. Si bien, el que nos veamos identificados con lo que el autor plasma en la página no es necesariamente un certificado de calidad suficiente de una obra literaria, no deja de ser bienvenida la posibilidad de que quien lee pueda verse reflejado en lo narrado, espejear una humanidad, sin más. Eso sucede con Alameda tras las rejas, en cuya contratapa hay una declaración de intenciones bastante contundente: “A mí no me interesa la literatura, lo que yo estoy haciendo es escribir un libro”. Así, ataduras despejadas, no es raro sentirse interpelado, o bien comprender con facilidad lo que padece el protagonista (nos tomaremos la licencia de llamarlo así) del libro, llegando a hacer reír por momentos, lo que ya es harto pedir en los tiempos que corren.
Más luces al respecto surgen en el texto: “Hice un pacto conmigo mismo, no cambiar una sola línea de lo que estoy escribiendo. No me interesa perfeccionar esto ni mis acciones, me gustaría creer que no siento nostalgia, que no intentaría cambiar nada en el pasado aunque pudiera”. Esta expresión de honestidad se canjea por algo que en este libro abunda y que es su gran tesoro: belleza poética. Si bien, Olavarría intercala versos y textos de otros formatos como e – mails, casi todo el libro cuenta con la rara exactitud, con la balanceada fuerza de lo poético, “Tú amabas la palabra acromegalia y yo aprendí a amarla en tu boca como los idiomas que nacían de ti los sábados por la tarde”; “Dijiste que me ibas a dejar a la micro, acepté pero apenas reconocí el sonido de nuestros pasos juntos te dije que te volvieras, que estabas enferma, que te sentías mal, que no habláramos de amor o de cosas que no se pueden desatar, entonces me alejé caminando, tomé locomoción y lloré todo el camino de vuelta a casa”.
Retomando el antiliterario lema de Olavarría, esta declaración se desenvuelve feliz en un texto directo, contundente, no dejando paso a lo artificioso ni al embeleco gratuito. Si este diario es de vida, es porque sus páginas pujan una honestidad graciosa. Cuando no escribe en una prosa sensible y exacta, o intercala versos, Olavarría echa mano a herramientas como el absurdo, desarmando la lástima que podrían inspirar ciertos pasajes del libro, anulando la inútil compasión que podría surgir en la lectura. Así, diluyendo ese callejón sin salida que es la lástima, abre paso, avanza más allá de la miseria, bosquejando el perfil de un autor que es dueño de sus circunstancias, y aún más dueño de las formas y técnicas para expresarlas y vivificarlas, en belleza, en valentía, componiendo uno de los mejores libros del año 2010.
José Ignacio Silva Anguita.
Originalmente publicado en: Revista Intemperie.
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