Lo que amaba en los caballos era lo mismo que amaba en los seres humanos, el calor de la sangre que los gobernaba. A veces, después de una cabalgata, ponía la mano sobre su cuello y sentía la sangre bombeando en sus venas como a través de las tuberías de un edificio construido fuera de toda proporción humana, y entonces le bastaba solamente cerrar los ojos para imaginar caballos a todo galope en un mundo sin jinetes.
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